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Mi verdadera historia

DÍA 1

Yo escribo porque mi padre leía. Miradme en el salón de la casa de entonces, los muebles oscuros, oscuro yo también detrás de la butaca. Soy ese crío al que su madre dice: no grites que papá lee, no corras por el pasillo que papá lee, baja la televisión que papá lee... Papá lee. Papá no hace otra cosa que leer. A veces yo ocupaba su sillón y abría uno de aquellos libros imitando los gestos de papá. Cuando lo cogía del revés, mi madre se reía de mí. No sé quién está mal colocado, decía, si el libro o tú. Escribo porque me gustaba imaginar que el libro que papá tenía entre sus manos era mío. Escribo también al modo en que si mi padre hubiera sido funcionario de prisiones yo habría sido preso.

Si mi padre hubiera sido funcionario de prisiones, yo habría sido preso
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DÍA 2

Cuando aprendí a leer, tomaba los libros del derecho, aunque me parece que yo continuaba del revés, y los leía imaginándome que era mi padre leyéndome a mí. ¿Qué pensaría él de esta frase, o de esta otra, escritas por su hijo? Uno de los primeros volúmenes de la biblioteca de papá cuya portada fui capaz de deletrear llevaba por título El idiota, lo que constituyó uno de los misterios más extraordinarios de aquellos años. Leí algunas líneas, pocas, de esa novela buscándome en ella, fantaseando que la había escrito yo e intentando entender qué veía mi padre en el idiota (en mí). Y es que yo tenía conciencia de ser un poco bobo, entre otras cosas porque me meaba en la cama a una edad en que no era normal.

No juegues en el pasillo que papá lee. Un día papá salió en la tele y yo lo vi junto a mamá, que estaba muy emocionada. Se trataba de un programa de libros en el que mi padre discutía con otros que también leían y con algunos que escribían. Confirmé oscuramente que mi sitio, de tener yo un sitio, estaba entre los que escribían, porque no me costó imaginármelos meándose en la cama. Cuando mi padre volvió de la tele, mi madre le dio en la boca un beso que me afligió a mí más de lo que a él le alegró y le dijo que había estado muy bien. El mejor de todos, recalcó frente a su expresión de duda. El teléfono sonó varias veces y eran amigos o familiares que le decían lo mismo, que había estado muy bien, el mejor de todos. Al día siguiente mi padre aseguró que nunca volvería a la tele. Desde mi insignificancia mental, intuí que era un modo de defenderse de que no volvieran a llamarle.

EDUARDO ESTRADA

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