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Crónica:tinta de verano
Crónica
Texto informativo con interpretación

DIOS MALDIGA LOS DÍAS INTERESANTES

Javier Rodríguez Marcos

Hay novelas en las que el calor, lejos de ser parte del decorado, se convierte en un personaje más. Pasa, por ejemplo, en las de Albert Camus. En ellas el verano conduce a veces a la felicidad. A veces, al asesinato. Él mismo, y es ya un clásico, contó que su paupérrima infancia argelina se había desarrollado a medio camino entre la miseria y el sol. "La miseria", dijo, "me impidió creer que todo está bien bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo". Miseria y sol, por cierto, bien podrían traducirse por conciencia y escalivada. A conjugar estas dos últimas cosas dice Juan Marsé, en la dedicatoria de Un día volveré, que le enseñó su padre. A Camus el suyo no pudo enseñarle nada. Murió en el frente en 1914, un año después de que él naciera. La noticia le llegó a su madre, de origen español, en una carta que no pudo leer: no sabía.

"Tiene el atractivo de lo auténtico, una obra maestra hecha a mano en un mundo de reproducciones de plástico", dice tony judt sobre 'el primer hombre', la novela de camus

El coche en el que viajaba el autor de El extranjero, la novela del calor asesino, chocó contra un árbol en el sur de Francia el 4 de enero de 1960, hace ahora medio siglo. Conducía Michel Gallimard, su editor. El escritor decidió a última hora viajar con él hasta París una vez pasada la Navidad. Entre sus cosas se encontró el billete de tren de vuelta. Una muerte absurda para un hombre que había escrito que cuanto menos sentido tiene la vida, más importante resulta vivirla. Imaginemos a Sísifo feliz, no hay otra. De su obra se ha dicho que es el Eclesiastés contado por un pied noir, o sea, el aviso contra la vanidad del mundo por parte de alguien con el cuerpo en África y la mente en Europa. A veces, viceversa.

Junto a aquel billete sin usar Camus llevaba una novela sin terminar. Se titulaba El primer hombre y, pese a que se lee como si estuviese acabada, dicen que lo más probable es que el escritor le hubiese limado las aristas autobiográficas. Lo había hecho ya en novelas anteriores, una y otra vez, hasta que se publicaron, y lo hubiera hecho con ellas publicadas si lo hubieran dejado. En eso era como Pierre Bonnard, detenido en el Louvre cuando trataba de retocar uno de sus propios cuadros.

Los hijos de Albert Camus tardaron 34 años en publicar aquel manuscrito, pero cuando lo hicieron, en 1994, el hecho causó la conmoción que hubiera producido el descubrimiento del Guernica si hubiera aparecido en el taller de Picasso tres décadas después de su muerte. Aquel montón de folios resultó ser una de las grandes novelas del siglo XX, una historia inolvidable a la que no le falta más que unificar los nombres de algunos personajes e integrar los fragmentos que se publican como apéndice en todas las ediciones. La española corrió a cargo de Tusquets con traducción de Aurora Bernárdez, la viuda de Cortázar.

"Como en todos los grandes libros, en este se confunden el destino del autor, el destino de un país y el destino del ser humano", ha escrito Jean Daniel, íntimo de Camus, a propósito de El primer hombre. El historiador Tony Judt también fue rotundo: "Tiene el atractivo de lo auténtico, una obra maestra hecha a mano en un mundo de reproducciones de plástico". Al deslumbramiento literario, que durará mientras alguien abra por primera vez la novela, le siguió el choque biográfico. Hasta los imitadores de plástico se dieron cuenta de lo que habían hecho al desdeñar la coherencia de alguien tan crítico con las torturas del ejército francés durante la guerra de Argelia como con el terrorismo independentista, por justas que parecieran sus razones. El fin y los medios, otra vez.

La historia le había dado ya la razón a Camus en su rechazo al totalitarismo soviético, pero los que desde el púlpito de los cafetines parisienses lo consideraban un pequeño burgués se dieron cuenta además de otra cosa: la pobreza de la que ellos habían tenido noticia por los manuales de teoría revolucionaria, él, que nunca hizo exhibición de su pasado, la había vivido en el barrio de Belcourt, en Argel. Esa es la vida que cuenta El primer hombre. Todo arranca cuando, en una visita al cementerio, el protagonista repara en que ya tiene más años que su padre. Arranca así la memoria de un muchacho al que su abuela prohíbe jugar al fútbol en la calle porque no hay con qué comprar otros zapatos. Un pasaje en la novela muestra bien la penuria familiar y el carácter de la anciana. Una mañana envía a su nieto al colmado y este regresa sin el cambio. Se ha quedado con él pero sostiene que lo ha perdido. Abuela y nieto rehacen el camino. Nada. Tal vez en otra esquina. Tampoco. Cuando el muchacho dice, finalmente, que las monedas se le cayeron al agujero que sirve de retrete, la anciana se remanga y mete la mano. El destino del niño era también un agujero, pero todo cambia el día en que un profesor convence a su madre para que no lo ponga a trabajar definitivamente. A los que piensan que el Estado de bienestar es demasiado caro les vendría bien leer esas páginas.

El primer hombre no contiene un gramo de patetismo ni de resentimiento. Está escrita, en efecto, a medio camino entre la miseria y el sol. El verano invencible de Albert Camus, lo llama Jean Daniel. Ni esconde la injusticia de que un crío pueda convertirse en obrero ni la felicidad de ese crío camino de la playa. Tampoco la lucidez de un hombre que de adolescente sintió vergüenza por ser pobre y de adulto la siente por haberla sentido. La novela está dedicada a la madre analfabeta. El nombre del profesor, Louis Germain, encabeza el discurso que Camus pronunció al recibir el Premio Nobel de Literatura en diciembre de 1957. Era el galardonado más joven después de Kipling. Tenía 44 años y le quedaban tres de vida. Él, que había conocido una guerra y dos posguerras, combatido a los nazis y sobrevivido a la tuberculosis, recordó aquellos días, durante una conferencia en Uppsala, la plegaria de un sabio oriental: "Líbrame, Dios mío, de vivir una época interesante".

Niños al sol en la playa de Bab-El-Oued, uno de los barrios obreros de Argel, en agosto de 2000.
Niños al sol en la playa de Bab-El-Oued, uno de los barrios obreros de Argel, en agosto de 2000.AFP

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.
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