Duérmete, niño
Allá por el año 1984, Wes Craven apeló a la esquina más recóndita del subconsciente del ser humano al escribir y dirigir Pesadilla en Elm Street, eficaz propuesta de terror, variante slasher -ya saben, ese subgénero en el que un psicópata asesina uno a uno a un grupo de jóvenes-, convertida casi inmediatamente en un clásico moderno que más tarde fue degenerando en sucesivas secuelas cada vez más risibles.
Desde entonces, Freddy Krueger, el criminal protagonista que se introducía en los sueños de los chavales para acabar provocando una especie de muerte por inducción, es un auténtico icono popular que, a estas alturas, difícilmente puede causar pavor. Sin embargo, Samuel Bayer, reputado realizador de publicidad (Nike) y videoclips -el mítico Smells like teen spirit, de Nirvana-, ha compuesto con Pesadilla en Elm Street (El origen) una especie de remake con elementos de precuela que sigue manteniendo bastante bien la fuerza de la premisa original: el terror de los protagonistas a conciliar el sueño y, con ello, el probable impacto posterior en el imaginario del espectador. Bayer y sus guionistas han creado una película en la que desaparece por completo el sentido del humor, que contiene elementos más adultos que la original y en la que se produce una paradoja quizá trágica para sus creadores: que su historia provoca cierta desazón y un desolador agobio cuando los chicos están despiertos, pero que, dormidos estos, es aparecer Freddy en sus pesadillas y se acabó el horror, ejerciendo las escenas oníricas de verdadero coitus interruptus.
Bayer olvida las sutilezas del género y se equivoca con la sobreexposición del cuerpo y el rostro de Krueger, mientras la escenificación del crimen no puede ser más indolente. En cambio, a la hora de explicar el origen del personaje, tanto el guión como la puesta en escena de Bayer resultan estimables, sobre todo por ese elemento casi de cine social que conlleva el germen del conflicto. De modo que el espanto causado por las terribles -y palpables- experiencias infantiles y su estimulado olvido adquiere mayor eficacia que los probables -y etéreos- acontecimientos en situaciones alucinatorias.
Una virtud que, sin embargo, se ve perjudicada por la corrección política impuesta en parte de su desenlace: inocencia y culpabilidad son circunstancias que, llegado el caso, pueden ejercer de helador efecto a contracorriente, pero a los creadores les ha faltado atrevimiento.

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