Kierkegaard

Me encontraba en la cocina, pelando filosóficamente (¿hay otro modo?) unas judías verdes para la cena, cuando entró el perro y me preguntó si íbamos a salir. No le contesté porque, sabiendo como sé que los perros no hablan, deduje que aquello sólo podía ser una alucinación auditiva, producto del calor o de una siesta confusa, de la que no me había recuperado. Por eso, se me heló la sangre en las venas (¿en dónde si no?) cuando mi mujer, que estaba en la habitación de al lado, me preguntó con quién hablaba. Con nadie, balbuceé intentando ocultar mi turbación. Pues si no te importa hazlo en voz baja, añadió ella.
Permanecí un rato observando atónito al perro y luego continué pelando las judías como si no hubiera pasado nada (a partir de cierta edad, los sucesos sin explicación se multiplican como hongos). Pero al día siguiente, estaba limpiando unas sardinas con las escamas plateadas (influencia de Lorca), cuando entró de nuevo el perro con expresión de querer decirme algo. Esta vez me adelanté a él y di un par de ladridos muy convincentes. ¿Por qué ladra el perro?, preguntó mi mujer. Porque quiere salir, dije, es la hora. Pues sácalo, sugirió ella. Le puse la correa, nos fuimos a la calle y estuvimos una hora hablando de Kierkegaard sin levantar sospechas.
| PARTICIPE. Puede escribir a Juan José Millás en cerbatanamillas@elpais.es |
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