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Verano húmedo
Columna
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Lengua al whisky

Rosa Montero

Tengo 48 años, estoy divorciada, trabajo en la misma empresa desde hace dos décadas (aunque he ido ascendiendo: ahora soy directora financiera) y jamás recuerdo lo que sueño por las noches. Cosa que, según me dijo un psicoanalista con el que ligué, indica una férrea represión del inconsciente. Pero hace tres semanas, por desgracia, sí me acordé. Era un sueño erótico y fue poderoso. Quiero decir que desperté de madrugada, empapada de sudor y otras humedades, con la ardiente sensación de tener a Martínez todavía entre mis brazos. Por todos los Santos, a Martínez. Veinte años compañeros de trabajo, invisible como hombre para mí. Y de pronto se colaba en mi sueño y me encendía el cuerpo.

No me gusta el alcohol y solo tomo una cerveza muy de cuando en cuando, pero en mi sueño Martínez estaba bebiendo un whisky con hielo y luego se acercaba y me besaba. Y su lengua estaba fría y sabía a whisky, su lengua era deliciosa y perfumada. Nunca en toda mi vida había probado una lengua así. En el sueño no sucedía nada más, pero era suficiente. Su beso era un acontecimiento sexual. Un terremoto de los sentidos.

Fue tan inolvidable ese encuentro nocturno que, cuando me topé con Martínez a la mañana siguiente en la oficina, el estómago me dio un brinco y toda mi sangre descendió al bajo vientre. Martínez me miraba, un poco extrañado, sin saber que para mí seguía revestido de una fuerza erótica explosiva. Sus 59 años, su cabeza calva, sus hombros caídos, su tripita. Todo me daba igual con tal de poder meterme en su boca. Me parecía poseedor de un atractivo inmenso.

El resto es previsible. Durante las semanas posteriores flirteé con él; lo perseguí; rocé su espalda, sus muslos o sus manos con la menor excusa; lo acaricié con mis palabras y mis ojos; me hice la encontradiza; intenté deslumbrarlo. Y al final lo invité a tomar una copa en mi casa con la excusa de un balance de la empresa (él es mi subalterno más directo). Aunque los dos sabíamos a lo que íbamos.

Eso ha sido hoy, acaba de irse. Al principio todo fue bien: las miradas, las sonrisas, la desbordante excitación del coqueteo. Luego, por fin, nos acercamos, y le abrí los labios con mis labios. Ha sido una catástrofe. Aunque había tenido la precaución de comprar (y servirle) un Chivas de 12 años, su lengua no sabía a whisky ni estaba helada, su lengua era torpe y viscosa y blanda, una lengua de señor mayor con gusto a tabaco, la típica lengua de Martínez, por así decirlo. Y el resto, porque hubo todo el resto, fue todavía peor. Ni recordarlo quiero.

De modo que aquí estoy ahora, desesperada, sabiendo que mañana, en la oficina, voy a ver a Martínez, y la calva de Martínez y su asquerosa barriga. Eso sí, he aprendido que, en cuestiones de sexo, de deseo y de amor, para no decepcionarse lo mejor es no soñar. O tal vez no vivir.

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