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verano húmedo
Columna
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Miradas

Cuando iba a casa de mi amiga Maribel, siempre me preguntaba si en aquella ocasión vería de nuevo a su hermano Ernesto, de quien las amigas de Maribel estábamos todas más o menos enamoradas. No porque fuese especialmente guapo ni especialmente listo, ninguna sabíamos bien por qué nos atraía tanto, pero había algo en él que hacía que nos conmoviéramos cuando nos miraba. Sabía algo que los demás estábamos muy lejos de saber y nosotras, que aún éramos pequeñas -rondaríamos los 12 años- no podíamos ni sospechar.

Yo lo relacionaba con los cuartos oscuros y de puertas siempre cerradas que se encontraban al final de todos los largos pasillos de los pisos de mis amigas.

El mío también tenía pasillo, pero yo lo conocía algo más, sabía qué cuartos se abrían a un lado y a otro y, aunque por las noches lo recorría con cierto temor, no fuera a ser que algo se me hubiera escapado y me sorprendiera allí, en la penumbra y el silencio nocturno, para proporcionarme un susto terrible, era únicamente miedo lo que me producía. Pensaba que el miedo era lo peor de todo.

Quizá lo siga pensando ahora.

Porque en la vaga idea del cuarto oscuro y de puerta cerrada que Ernesto, el hermano de Maribel, hacía nacer en mi imaginación, ese cuarto misterioso que sin duda se encontraba en el extremo nunca explorado del piso de mi amiga, no había solo miedo. Había una tremenda curiosidad, una emoción sofocante.

Pasábamos la tarde en el cuarto de jugar, entretenidas con los innumerables asuntos que nos inventábamos, porque Maribel tenía mucha imaginación y nos transportaba a un mundo de hadas y reinas en el que éramos muy felices. Nos disfrazamos, nos cubríamos con velos, nos poníamos diademas y collares.

Éramos cuidadosas cuando nos cambiábamos de ropa. Así era como nos habían educado. Ni siquiera en clase de gimnasia nos llegábamos a desnudar. Pero había irrumpido el verano y hacía mucho calor. Hasta los ligeros velos de las hadas pesaban sobre el cuerpo.

Me asomé a la ventana y apoyé los brazos en el alféizar. Respiré la brisa que se elevaba desde los jardines de las casas de abajo, esas casas que, según decía Maribel, eran secretas porque no se podía acceder a ellas desde la calle. Se llegaba a través de oscuros pasadizos. Los árboles eran frondosos y apenas se vislumbraba lo que había bajo sus ramas. Los contemplé un rato, como siempre, con intriga, con envidia, y luego mis ojos se encontraron con algo raro. En una de las ventanas de la casa de la izquierda, había una presencia que, en principio, me costó identificar. Era un hombre que miraba con unos prismáticos.

Me aparté de la ventana, enmudecida. Me vestí. No comenté nada.

El vestíbulo del piso de Maribel era pequeño. Casi todo el espacio lo ocupaba una gran mesa donde solía haber cartas y manojos de llaves. Allí estaba aquel instrumento, los prismáticos. Son de Ernesto, dijo Maribel. Le gusta observar a los vecinos, ya sabéis.

¿Qué sabíamos? Sí, quizá lo sabíamos, quizá sospechábamos algo. La mirada de Ernesto caía sobre nosotras y nos envolvía como si fuéramos algo raro, algo que solo él podía decirnos lo que era.

LAURA PÉREZ VERNETTI

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