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una de piratas
Columna
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PARADOS

En los primeros planos aparece el tipo avanzando por una calle solitaria. Las manos en los bolsillos, cabizbajo. Se toma una cerveza en una terraza. Es Barcelona, seguro. Dicen que Barcelona es una ciudad doble: tan vivaz y mediterránea en sus barrios viejos; tan burguesa y relamida en esa zona del Ensanche donde apura la caña. Aquí llegó hace mucho, cuando los trenes iban hacia el Norte. Ahora tiene 55 años y la cámara le empuja a subirse al autobús. Lleva el pelo repeinado, camisa oscura, tejanos. Va hacia la estación. Cogerá un tren de vuelta hacia el Sur. Acaban de despedirle.

Fundido en negro y nuestro hombre está ya en Sants, qué feo lugar para decir adiós a la ciudad del puñetero disseny. A Sevilla en AVE, cinco horas. Venirse a Barcelona le costó dos días, era verdad eso de que a España no la iba a conocer ni la madre que la parió, que se lo digan a él. En la siguiente escena descabeza un sueño en su asiento. Se despierta de pronto, tiene ganas de encender un cigarrillo, abre y cierra un libro de Bolaño. Mira por la ventana hacia el desierto aragonés: una mala metáfora de sus últimos 30 años, trabajo y más trabajo para que después te echen a la calle, la Seat no vende coches; eso sí, acaba de fichar a un par de chicos capaces de despedirte como si te hicieran un favor, como en esa película americana. Mierda de cine que te mete bandadas de pájaros en la cabeza, que luego desmiente una vida de mierda, una hipoteca de mierda, una indemnización de mierda. Se vuelve al pueblo, a ver si aún hay tomates como Dios manda. Y a cobrar del paro, y luego a tirar de ayudas y subvenciones, al cabo han sido 30 años deslomándose y escuchando topicazos sobre esos vagos andaluces del PER y la siesta, la madre que los parió.

Se acerca el final. Un plano corto del pobre diablo andando con las manos en los bolsillos, se cruza con un joven que lleva el mismo gesto y una camisa parecida remetida en unos pantalones raídos, es moda. La cámara se marcha con el joven, como la vida misma. Dejó los estudios para enrolarse como yesero, pagaban bien, ya sabes, la burbuja, esa universidad desconocida. Acaban de despedirlo, eso también es moda. No tiene paro; en realidad tampoco tenía empleo, le pagaban en negro, más modas, algunas son eternas. Quizá le salga algo como vigilante de un cámping. Aunque lo que de veras le apetece es marcharse a Barcelona, le han dicho que allí hay trabajo, tal vez la Seat, los coches tienen que recuperarse con tanta pasta pública. Ahora tiene 27 años y la cámara le empuja a subirse al autobús. Las manos en los bolsillos, cabizbajo. Avanza por una calle solitaria.

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