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Mi primera vez

Vivir para contarla

Martín Caparrós

No es, faltaba más, la primera vez que trato de contar mi primera vez. La primera vez fue al día siguiente: mi amigo Daniel no quería creerme pero yo no me atrevía a darle la prueba -la supuesta prueba- que él me había dado en su momento: dedos con ese olor que entonces era nuevo. Así que le dije que si no me creía era su problema y que él se lo perdía.

-¿Que yo me pierdo qué?

-Te perdés de saber, boludo.

-Me pierdo que me mientas.

-¿Y no te gusta que te mienta?

-¿Cómo me va a gustar?

Quizás entonces entendí -por primera vez- que el poder de cierta ficción consistía en parecer realidad; quizá ya lo sabía de antes. En todo caso, tardé un año en contar otra vez mi primera. Fue cuando Norita me dijo que no se iba a acostar conmigo porque era virgen.

-¿Virgen?

-Sí, se te nota que sos virgen.

Yo le juré y perjuré que no y ella me pidió, como prueba de mi veracidad, un recuento detallado del momento en que había dejado de serlo. Yo empecé pudoroso, eufemístico, pero ella me paró en seco:

-Si no me contás detalles es que es todo mentira. Y tenés que llamar a las cosas por su nombre.

Mi relación se fue haciendo escabrosa y, en un punto, noté que producía unos efectos que nunca le habría sospechado: entendí -por primera vez- que un relato podía conseguirme ciertas cosas. Y que, para eso, tenía que cumplir con ciertas condiciones. Quizá por eso, dos años más tarde, cuando Patricia me gustó como nunca pensé que pudiera gustarme otra persona, quise mejorar una noche que parecía inmejorable con el cuento de mi primera vez.

-¿Vos estás tratando de ponerme celosa?

-No, cómo se te ocurre.

-Entonces lo tuyo es pura chabacanería, pura estupidez...

Esa noche entendí -por primera vez- que un mismo relato puede tener efectos tan variados: que nunca hay que dar una lectura por supuesta. Y me asustó.

En los años siguientes hubo tres mojones más, tres momentos en que conté mi primera vez -y en cada uno de ellos pasó algo fuerte-. El relato se me había convertido en un talismán que me abría, cada vez, perspectivas nuevas, imprevistas. Me sentí poderoso y, por eso, me volví tacaño: dejé de contarlo para no despilfarrar ese poder.

Hasta hace poco, cuando conocí a Adela y quise hacerle creer que yo no era exactamente yo sino alguien más astuto, más joven, más hermoso. Entonces pensé que valía la pena recurrir al viejo ensalmo; en cuanto empecé a internarme en el relato, Adela puso cara de tristeza o decepción:

-El de ese cuento no sos vos.

-Sí soy.

-No sos.

-¿Qué querés decir, que el del cuento no soy yo o que el que lo cuenta no soy yo?

La discusión fue larga, intento vano de menguar el desastre -la discusión era el desastre-. Lo mío era imperdonable: yo ya tendría que saber lo peligroso de cualquier relato donde el narrador no es lo que parece o no parece lo que es. Y ahora me piden que lo cuente otra vez. Quiero y, al mismo tiempo, temo las consecuencias. Aun así, como no pienso aceptar mi cobardía, voy a hacerlo. Ahora, después de tantas veces, ya creo que sé cómo.

FERNANDO VICENTE

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