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Mi primera vez

La decisión de don Juan

Oculto tras una duna de aquella hermosa playa virgen, localizó a la mujer, y observó luego al tipo que en ese momento la besaba tiernamente. No podía dejar de pensar en aquella noche loca, semanas atrás, en que había acabado haciendo el amor precisamente con ella. Habían coincidido ambos en un gastrobar de moda, convocados a una reunión para ultimar los detalles de un exclusivo viaje de aventura a la Polinesia francesa.

-La primera vez está sobrevalorada -se recordó diciendo él, sentado en un butacón con una copa en la mano.

-Don Juan, aquí le traigo su pisco sour -el camarero dejó el cóctel sobre la mesa.

-¿Veis? -se dirigía al grupo reunido allí-. Es el cuarto que me tomo esta noche, y la primera vez que probé el alcohol me dejó indiferente. Ahora es uno de mis mayores placeres.

-La música, por ejemplo -prosiguió-. Cuanto más escuchó una pieza más me conmueve... Jamás se pueden extraer todos los matices en la primera oportunidad. La exquisitez requiere de segundas lecturas, de terceras, de cuartas, y cuando algo es bello y placentero, se puede proyectar hasta el infinito. Sin duda, la sofisticación nace de la repetición.

-¿Y nunca te cansas de lo mismo?-preguntó uno.

-El paladar se entrena, el oído se educa, el cuerpo ama los rituales -explicó él-. Las experiencias agradables están hechas para volverse adicto a ellas, en un sublime y constante eterno retorno... La primera vez es únicamente la puerta de entrada a un territorio desconocido. En cuanto lo visitas, quieres repetir, volver ahí, y hay un momento, definitivo, en que te instalas en él para siempre.

-Estoy de acuerdo -interrumpió una chica-. Pasa lo mismo con el sexo. La primera vez con alguien suele ser anodina, o un desastre. En cambio, al practicar, mejora claramente.

-Yo es que en el sexo tengo una norma distinta -él la miró despacio-. Y es que jamás hago dos veces el amor con la misma mujer.

-¿Aunque te guste?

-Como ya he dicho, la primera vez no te cuelgas -respondió él-. De modo que nunca me daría tanta pena perderla de vista como no poder volver a beber jamás una copa de Salon, mi champán favorito.

-¿Y cuántas veces necesitas probar algo para colgarte?

-¿Cómo? -él la observó fijamente-. Esto no son matemáticas.

-Sí lo son -replicó ella-. Si no fuera así no te importaría repetir. Está claro que hay un número exacto, y que si lo traspasas estás perdido.

-Pues no lo sé -contestó él, confundido y atraído-. Nunca me he parado a pensarlo.

-Tal vez por eso eres tan radical -dijo la chica, también atraída-. Yo en cambio sí lo sé. En mi caso me doy un margen de seis, y si sigo, a la séptima me cuelgo fijo.

-Perfecto -afirmó él-. Entonces nada nos impide pasar la noche juntos.

-Por primera y última vez -añadió ella sonriendo.

Ahora él vigilaba a aquella chica tras la duna de la playa. Quien la besaba era el piloto de la avioneta en que se habían estrellado. Llevaban un mes los tres en aquella isla desierta, únicos supervivientes. Le constaba que hacía exactamente seis días que aquellos dos se habían acostado por vez primera, y así cada noche desde entonces. Esperaba un milagro, el más difícil, no se engañaba: sabía que únicamente su intervención, la desobediencia de su propia norma, podría frenar aquel cómputo maldito.

FERNANDO VICENTE

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