OCHO
Por las tardes me pongo al ordenata y trato de sacar adelante la historia del hombre invisible, que está llena de problemas prácticos. Por ejemplo: ¿Por qué, además de volverse invisible él, se vuelve invisible también la ropa que lleva? ¿Podría, en los momentos de invisibilidad, mover objetos materiales con las manos? Necesito toda esa información, y más, pero no tengo ni puta idea de cómo averiguarla ni de qué manera distribuirla luego sobre el papel. Me compro entonces un par de libros acerca de la construcción de los personajes novelescos. Su lectura resulta un coñazo, además de inútil. No me ayuda a resolver nada.
Entretanto, el protagonista de mi historia va consiguiendo dominar, en mi imaginación, las técnicas para hacerse invisible. Me pongo en su lugar, imagino que tengo su edad, su estatura, su situación, su pez de colores, sus miedos. ¿Para qué desearía uno volverse invisible, además de para ver tías desnudas? Para vengarse del mundo. Y para asaltar bancos. Y para comer gratis. Y para dormir donde quisiera. Y para ir a Nueva York cuando le saliera del culo y en el avión que le diera la gana, sin pasaporte ni maleta ni billete, nada. Lo malo, se me ocurre, es que una vez allí, tras recuperar la visibilidad, perdiera uno los poderes y le fuera imposible regresar por falta de documentación y de pasta.
¿Para qué desearía uno volverse invisible, además de para ver tías desnudas?
Poco a poco, me convierto yo en el protagonista de la historia, relegando a mi sobrino a un papel secundario. O a ninguno. Tumbado en el camastro del chabolo, imagino que me vuelvo invisible y recorro las casas de los alrededores. Aquí una familia con perro, aquí una con cucarachas, aquí un soltero con una serpiente, aquí un niño con un hámster... Puedo pasar horas y horas dando vueltas dentro de cada una de esas viviendas imaginarias. Brotan solas dentro de mi cabeza. Ahora mismo acabo de entrar en la consulta del ginecólogo del segundo, donde ruedo una peli pornográfica. Lo curioso es que no me excito, o solo me excitó, cómo te lo diría, narrativamente. ¿Será esa frialdad sexual característica de los escritores? La historia avanza mucho en mi sesera, pero cero patatero sobre la pantalla del puto ordenador.
Lee los capítulos anteriores de Me cago en mis viejos III.

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