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Mis morbos favoritos

El mar desnudo

Jacinto Antón

La playa es el reino de la permisividad, al menos mientras no te pisen la toalla. Es también el lugar donde experimento el morbo de ir desnudo a cielo abierto. No se crea que en cualquier playa y en cualquier situación, qué va. El mío no es un desnudo del todo libre, desacomplejado y desculpabilizado, al contrario, es muy morboso y lo vivo sin poder desprenderme de buena parte de las advertencias contra la desnudez y el pecado imbuidas en su día en mi maleable espíritu por los padres misioneros del sagrado corazón. Solo me quito el bañador ocasionalmente las dos semanas que veraneo en Formentera, como ahora -pero tranquilos, mientras escribo estas líneas me cubro con mis viejos y baqueteados shorts kaki de estilo gurka-, casi únicamente para bañarme y jamás cuando tengo la más mínima sospecha de que hay medusas. Un amigo, Jorge Ll., no tuvo en consideración esta última y simple regla y su agonía en la orilla, agarrándose entre convulsiones los bajos con ambas manos, parecía una escena sacada del metraje inicial de Salvar al soldado Ryan. Incluso pensamos poner punto final a sus sufrimientos, pero es difícil ultimar a alguien con una raqueta playera, sobre todo cuando se mueve tanto.

Me encanta nadar sin cortapisa textil, volverme epidérmico, sentir el abrazo vigoroso, glauco y salino como si decenas de nereidas pugnaran por mis miembros y besaran mi piel expuesta

Decía que, pese a mi inveterado pudor, me gusta bañarme desnudo en el mar turquesa y cálido de esta isla. Placer de adamita y turlupino, el mío es un desnudo heroico, homérico (sin entrar en dimensiones, siempre tan opinables). Nado y me sumerjo en una apoteosis de lecturas aventureras, ora soy Sandokán zambullido desde mi prao acosado por el rajá Brooke, ora Robinson o Lord Jim, o el negro del Narcissus, aunque para negro el escultural joven que anteayer hacía rebuscados ejercicios de yoga sobre la arena de Es Códoll Foradat y que, provocando una sacudida libidinosa que alcanzó hasta Ibiza, acabó quitándose el calzón en un apabullante despliegue de competencia desleal.

Me encanta nadar sin cortapisa textil, continúo, volverme epidérmico, sentir el abrazo vigoroso, glauco y salino como si decenas de nereidas pugnaran por mis miembros y besaran mi piel expuesta mientras el cielo de un azul inconmensurable se extiende sobre mi cabeza hasta el horizonte donde se tensa, pura, una vela solitaria. Ser agua. Ingrávido, pletórico, extasiado, giro sobre mí mismo, soberbio tritón, a veces persigo una mantarraya sobre el lecho marino de arena blanca, espanto a un lenguado o imagino un caballito entre las algas. Mi ídolo en estas nataciones a pelo, salvando las distancias que hay entre las calas de Mitjorn y el mar de Mursmank, es Natalia Avseenko, una científica rusa de, con perdón, formidables nalgas que, y es cosa de ver, nada desnuda junto a las belugas del Ártico convencida de que las ballenas se muestran más amistosas si te acercas a ellas como viniste al mundo.

Es una vuelta, la de nadar desnudo, a la verdad primordial del cuerpo y al útero grandioso del mar primigenio. Un goce. Luego retornas a la playa como un Ulises chorreante de felicidad, hasta que te das cuenta de que estás expuesto y no eres precisamente Daniel Craig emergiendo de las olas, y caes rendido sobre la toalla, trémulo y vergonzoso, siempre boca abajo.

La desnudez varado, recuperada la gravedad y la dimensión social, por no hablar del pudor, es otra cosa. Cuesta mantener la autoestima. Me apresto entonces a otorgarme unos signos de identidad, tan necesarios en tierra. Un libro es importante cuando hay tan poco (¡) por lo que te puedan juzgar. Leer ostensiblemente poesía hace que la gente alrededor se relaje: un espíritu sensible, etéreo, insustancial, inofensivo. Porque hay que tener en cuenta que entras, con la apuesta de tu desnudez, en el juego sutil de miradas de la playa...

Aparente reino de la indiferencia -"en Formentera, que cada uno haga lo que quiera", sintetizó una amiga-, en realidad, como todo el mundo sabe, sobre la arena se despliega un silencioso entramado de precisas observaciones. A ver, yo miro. A qué negarlo. Admiro, comparo.

Una de mis lecturas de este verano es Cuerpos de mujeres, miradas de hombres, sociología de los senos desnudos (Lom, 2011), que pese a su título de apoteosis del mirón es un sesudo aunque amenísimo estudio del sociólogo Jean-Claude Kaufmann, director de Investigación en el CNRS francés. A través de una encuesta a varios cientos de personas que uno duda si no le reportó algún bofetón, y de un minucioso estudio de campo (¡) Kaufmann ha sometido el fenómeno del topless al escudriñamiento científico (y que viva la sociología).

El análisis de la costumbre de los senos desnudos lleva al investigador a descubrir una dinámica, y valga la palabra, que va mucho más allá de la aparente banalidad del gesto de quitarse la parte de arriba. Me ha interesado, pese a lo ajeno de la experiencia en sí, porque puedes extrapolar mucho con lo de quitarte la de abajo. Las encuestadas de Kaufmann señalaron que se quedaban con el pecho al aire para broncearse los senos y por el placer liberador de desnudarlos al sol y a la caricia del viento y el mar. Para impedir las marcas blancas, juzgadas feas, especialmente "con el vestidito de verano". Y porque les daba la real gana. Cámbiese la parte anatómica y déjese de lado lo del vestidito y los argumentos valen para mí.

Las mujeres del estudio perciben -como lo hacemos todos- la crueldad y el control de la mirada de la playa. Las aparentes permisividad y tolerancia que reinan en esa franja arenosa se aplican en realidad solo a los que cumplen unos códigos estéticos y de conducta que son muy estrictos. "Cada uno hace lo que quiere, pero no todo está permitido", observa Kaufmann (p.95). No debe parecer jamás que te exhibes. Los senos grandes, viejos o colgantes son mal vistos -la dictadura de los senos bellos, ya en la antigua Grecia, Dioscórides proponía el polvo de piedra de Naxos para reducirlos-. No te los puedes untar de crema con gestos demasiado lentos. No debes permanecer mucho tiempo erguida -siempre mejor estirada: el pecho aplanado perturba menos a la comunidad de la playa, aunque con la silicona el principio ya no es tan firme (¿?)- ni dirigirte al agua sin evitar rodeos innecesarios, con la mirada baja. Desde luego, mucha atención a los juegos de playa: el deporte es antinómico con la norma no escrita de que los pechos no deben bambolearse (por la misma regla tampoco debemos los varones jugar a palas sin bañador). En el fondo, nos encontramos ante la gran paradoja de cómo explicar que una zona del cuerpo sea un objeto erótico en otra parte y (teóricamente) no erótico en la playa.

Un amigo, Evelio P., ha encontrado un medio genial para mirar sin ambages en la playa, mucho más allá del rápido barrido visual de los demás: dibuja. Es igual que su arte sea discutible, y me quedo corto. Su estudiado aire de cultivado refinamiento le convierte en personaje inocuo y hasta valorado en el reino de la arena. Él -supuestamente- observa la belleza donde los demás espiamos la rotundidad.

Las complicaciones de la orilla te hacen añorar el mar. Me levanto y vuelvo a él para librarme de la culpa y de las sutilezas enervantes y a menudo incomprensibles de la seducción. En ese edén de algas e inocente abrazo húmedo, disfruto la vulnerabilidad y el despojamiento con el placer de la última liberación. Y las corrientes y luces destellantes que abrazan mi cuerpo sin fronteras me devuelven a un mundo de prístina soledad donde no cabe el pecado y todo es en verdad redención, y si me apuran, amor.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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