_
_
_
_
_
Balón dividido
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los optimistas fallan mejor

Juan Villoro

l delantero Martín Palermo pertenece a la categoría de los que ignoran que el desastre es posible. No tenía aptitudes obvias para un oficio que en Argentina es patrimonio de virtuosos, pero la evidencia nunca le preocupó demasiado.

Le decían el Loco por sus cortes de pelo desteñidos, inspirados en la estética de su amigo Zeta Bosio, bajista de Soda Stéreo. Sin embargo, el apodo también definía los pensamientos surgidos bajo sus pelos amarillos.

Demasiado corpulento para ser un estilista y demasiado inventivo para ser un simple cazagoles, ignoró la lógica.

Debutó en 1992 con Estudiantes de la Plata, pero su club decisivo fue Boca Juniors, donde jugó hasta 2011. La academia del toque donde han dictado cátedra Maradona, Rattin, Tarantini, Pernía y Riquelme, aceptó con reticencia al gladiador. Martín Caparrós, autor de la biografía del equipo (Boquita), lo vio con desconfianza. El Loco jugaba para la controversia. Sabía ser bueno y malo al mismo tiempo.

En 1999, tomó impulso para tirar un penalti, se resbaló, golpeó la pelota con ambas piernas y logró una extravagante anotación. Cegado por la lluvia de Montevideo, consiguió un gol de último minuto para que Argentina jugara el Mundial de Sudáfrica. En 2008 anotó en el superclásico colgado del travesaño, sin ser sancionado por el árbitro. En otra ocasión la pelota lo golpeó a unos 30 metros de la portería y, como siempre piensa en el gol, el rebote fue a dar al arco. De manera célebre, anotó los dos goles con los que el Boca derrotó al Real Madrid en la final de la copa Toyota, y se quedó con las llaves del auto para el mejor jugador.

Palermo reiteró locuras hasta convertirlas en costumbre. Desde 1938, cuando los guardametas usaban gorras de panadero y los uniformes eran lavados por las madres de los jugadores, nadie había metido tantos goles para Boca. La marca de Roberto Cherro duró 72 años, hasta que un desaforado se apropió de ella.

Carlos Bianchi, entrenador que ganó todo con el equipo "bostero", se refirió a Palermo como "el optimista del gol".

Ese talante define la más extraña de sus noches. En la Copa América de 1999 se dispuso a cobrar un penalti contra Colombia. La pena máxima era un trámite sencillo para él. Sin embargo, falló el tiro. A partir de ese momento demostró lo optimista que podía ser. Una mosca lo hubiera molestado más que la tragedia.

Para Palermo, los límites son una impostura. Cuando el árbitro marcó un segundo penal, decidió cobrarlo. Volvió a fallar, haciendo interesante lo que vendría después. Siempre estadísticos, los dioses provocaron un tercer penalti. ¿Lo cobraría el que ya había fallado dos? Martín Palermo llevó la pelota al manchón de cal. ¿Buscaría redimirse a medias con un gol discreto? Después de cientos de goles anotados, tenía la oportunidad de lograr una hazaña negativa. ¿Defraudaría haciéndose el común? Fallar a propósito hubiera sido fácil e irrespetuoso. El Loco no podía buscar un récord buffo. Con la desesperada fe que siempre lo acompañó, quiso anotar. En beneficio de lo inolvidable, supo fallar.

En otro partido celebró un gol con frenesí. Se acercó a la tribuna, una valla publicitaria le cayó encima y lo fracturó. Su alegría fue un oficio de alto riesgo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_