Una poza en el atardecer
Solo cuando los años hacen cristalizar la memoria, adquiere su verdadera perspectiva la primera ocasión de cualquier experiencia: el encuentro con la muerte, una rareza cenicienta en el rostro del abuelo inmóvil; los tocamientos excitantes de aquella niña vecina, en un desván lleno de libros viejos; la traición del supuesto amigo, que cuenta, para burla de todos, un secreto que le has confiado; aquel beso amoroso que ha favorecido, en algún festejo, la noche primaveral.
Puesto a escoger, hay una imagen que tuvo también para mí la dimensión de las revelaciones, y es la del mundo acuático, al descubrirlo desvelando su impenetrable nitidez. Había empezado a nadar muy pronto, y las aguas de ciertas playas del Cantábrico, o las de algunos ríos montañeses, fueron mis lugares natatorios infantiles. Nadaba siempre con los ojos abiertos, intentando desentrañar el borroso perfil de lo que se extendía bajo la superficie del agua. Aprendí instintivamente a zambullirme, y los espacios difusos, desfigurados, que mis ojos advertían, estaban llenos de brillos movedizos, de formas sinuosas, de inusitados contrastes de color.
Debió de ser en la primavera de mis 11 años cuando, en una de aquellas armerías en cuyos escaparates se ordenaban escopetas de caza y de aire comprimido, cartuchos, cuchillos y machetes de cazador, reteles, cebos para la pesca que simulaban moscas exóticas, encontré las primeras gafas submarinas. No sabía lo que era aquella pequeña máscara roja, con sendos cristales triangulares encastrados en los contiguos alveolos y una tira de goma uniendo los extremos laterales, pero dentro de mí se había despertado una curiosidad llena de esperanzada certeza.
Acaso aquella fue también la primera vez en que me atreví a entrar en una de las tiendas que no frecuentaba un público continuo y popular, pero recuerdo que el dependiente me dijo que eran unas gafas de buceo, y que costaban -estoy casi seguro- 25 pesetas. Conseguí reunir aquella fortuna y en las vacaciones era dueño de las gafas, que apretando mucho la goma quedaban ajustadas a mi rostro.
Aquel verano nacería mi hermana, e íbamos a pasar la temporada en un pueblo cercano a la capital, junto al río Torío. La misma tarde del día en que llegamos me acerqué a la poza, que tenía una orilla cubierta de cantos rodados y la otra ceñida por un borde abrupto sobre el que se multiplicaban las mimbreras. Me coloqué las gafas, entré en el agua.
La poza, un tramo de acaso 15 metros de largo, tendría unos ocho de ancho y tres o cuatro de hondo. Y pude descifrarlo todo con asombrada claridad: los cantos ya no formaban manchas confusas sino un empedrado opalino, algunas plantas largas culebreaban en la corriente, contra la suave oscuridad de la otra orilla brillaban los cuerpos pardos de las truchas. Fue la primera vez en que, sumergido en ese mundo del agua, pude identificar los ámbitos de un tiempo sin forma ni medida, y aquella poza bajo el sol de la tarde permanece fulgurando aquí dentro.

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