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Columna
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El psicólogo

En otoño de 1963 el mundo de la psicología se llevó el susto de su vida: en la Universidad de Yale se habían pergeñado una serie de experimentos en los que una serie de desconocidos/as aplicaba a otra serie de desconocidos/as descargas eléctricas que iban desde los 15 a los 450 voltios. Los voluntarios/as, estudiantes de la institución no habían recibido ningún tipo de coacción a la hora de aplicar el castigo, simplemente obedecían al científico de turno. En total, más de un 65% de los participantes administraron a los conejillos de indias (humanos) dosis letales de electricidad suficientes como para iluminar media Europa durante una semana.

El escándalo -obviamente- fue mayúsculo. No importó que poco después se hiciera público que el aparato de electroshocks era en realidad un bluf, que aquello no aplicaba descargas de ningún tipo, que todo era en realidad una pantomima para probar una teoría. La comunidad estaba escandalizada por la simple sugerencia de que algunos/as de sus ciudadanos/as hubiesen estado electrocutando a inocentes sin verse obligados a ello, por gusto -podría decirse- simplemente.

Las consecuencias no se hicieron esperar: el responsable de aquello fue despedido y demonizado. El nombre de aquel tipo era Stanley Milgram.

Tal y como cuenta Thomas Blass en su excelente biografía del personaje en cuestión, Milgram creía que el ser humano tenía predisposición a obedecer y que una vez puesto en una situación concreta el impulso de seguir órdenes de un determinado líder era inquebrantable. Por supuesto, el psicólogo no quería quedarse en el campo de la teórica y utilizó una organización tan pura como el entramado universitario de Yale para demostrar que no se equivocaba. Para sus propósitos, Milgram mandó construir un falso aparato capaz de fingir descargas eléctricas e hizo que fuera revisado por toda clase de técnicos: estos fueron incapaces de dictaminar que aquello no era más que un trasto. Luego solo le quedó hacer una llamada al voluntariado por la ciencia y el progreso y un buen montón de estudiantes acudieron raudos y veloces a sus oficinas. Poco después estaban electrocutando compañeros a la voz de "ya" sin demostrar ninguna clase de remordimiento o mala conciencia.

Milgram demostraba así que no hacía falta ser ningún psicópata o sádico para perpetrar actos de violencia mayor. Los resultados de su estudio fueron una patada al trasero de la sociedad estadounidense y abrieron la puerta a otros estudiosos de temas tan polémicos como el propio Holocausto, examinando la posibilidad de que este fuera ejecutado por un sinfín de personas normales, que se limitaban a obedecer.

El psicólogo pasaría después a campos menos polémicos, como el de la famosa teoría de los seis grados (en virtud de la cual todos estamos conectados a cualquier ser humano del planeta a través de seis personas, es decir, que entre usted -querido lector- y el Papa de Roma solo hay media docena de tipos/as) que sedujo a propios y extraños, entre ellos el realizador y guionista J. J. Abrams, creador de la serie Perdidos y fan declarado de Milgram.

Lo cierto es que este estudioso, tirando a genio, probó que hace falta bien poco para que una sociedad normal se convierta en un avispero, lo único que hace falta es darle un empujoncito. Cabe esperar que no haya que acordarse de Milgram en los próximos tiempos, porque esta vez los electroshocks serán de verdad y va a haber cola para obedecer.

Stanley Milgram.
Stanley Milgram.

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