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Reportaje:

Cuando la publicidad fue arte

El industrialismo de principios del siglo XX propició que los artistas salieran de la academia para tomar la calle. El Museo Nacional de Arte de Cataluña expone carteles modernistas procedentes de sus propias colecciones

"El cartel es la expresión gráfica del arte exuberante de nuestro tiempo que no cabe en los museos". El diseñador, pintor, grafista y coleccionista Alexandre de Riquer (Calaf, 1856-Palma de Mallorca, 1920), abuelo del sabio medievalista Martí de Riquer, fue un defensor entusiasta de las artes decorativas. Conocedor de los distintos movimientos que agitaban la Europa de principios del siglo XX -el Art Nouveau en París; las Arts and Crafts, en Londres; el Jugendstil vienés-, fue un apasionado introductor de las nuevas técnicas publicitarias que entraron en España por Barcelona, de la mano del industrialismo. Era un arte que se antojaba nuevo a los creadores del momento porque abandonaba la penumbra del museo para abrirse a la luz de la calle y hablar a todos los ciudadanos por igual, sin distinción de currículos. La primera publicidad de masas fue entendida como una oportunidad para acabar con viejos clichés estéticos y adentrarse por primera vez en los inexplorados territorios de la vida cotidiana. Fue una auténtica revolución, difícil de imaginar hoy en día, cuando los viejos carteles y la cultura de masas hace ya tiempo que entraron en los museos.

El modernismo hacía saltar en pedazos la pintura de caballete para ir a buscar la portada de una revista, la etiqueta de una bebida de moda -la absenta, los anisados y los vermús, principalmente-, una marca de velocípedos o el anuncio de un tratamiento para la sífilis. El academicismo empezaba a perder la batalla y la vida cotidiana tomaba el arte al asalto. Santiago Rusiñol, Ramón Casas, Alphonse-Marie Mucha o Maxfield Parris abrían unos senderos que dejarían expedito el camino de las vanguardias: Andy Warhol es finalmente hijo de estos visionarios pioneros.

El Museo Nacional de Arte de Cataluña (www.mnac.cat) inaugura hoy -hasta el 30 de septiembre- la exposición El cartel moderno en las colecciones del MNAC, una selección de un centenar de carteles procedentes de los fondos del propio museo que dan cuenta del impulso y la gran aceptación que encontró esta novedosa forma de expresión artística a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero con ella nacía también una figura de importancia capital en su promoción y comercialización: el coleccionista. Los carteles del MNAC proceden de dos colecciones: la del ya presentado Alexandre de Riquer, que fue quien más teorizó y practicó las artes decorativas, y la de Lluís Plandiura (1882-1956), un avispado industrial del azúcar que reunió una notable colección y en fecha tan temprana como 1903 la vendió al museo (los herederos de Riquer lo hicieron, por su parte, en 1921; sobre la inquieta figura de Plandiura ha investigado Cristina Mendoza, conservadora jefa del MNAC).

La exposición, comisariada por Francesc M. Quílez, ofrece una panorámica muy completa del movimiento, puesto que mientras Plandiura tenía los ojos puestos en París y en la producción centroeuropea, sin descuidar la producción local, y desde el primer momento se planteó coleccionar para exponer, Alexandre de Riquer centró su atención en la producción inglesa pero también de los Estados Unidos y además coleccionó de forma privada, buscando fuentes de inspiración para sus propias creaciones, que iban desde el diseño de muebles y joyas hasta los ex libris, pasando por todas las modalidades del grafismo.

El conjunto es fascinante: mujeres a lo Toulouse-Lautrec anunciando ostras de la Gironda, absenta del Doubs, cruceros a Nueva York o velocípedos fabricados en Lieja. O bien musas simbolistas, como Salomé o Electra. La entrada del cuerpo femenino como reclamo publicitario data de entonces. Un cartel emblemático de los Cigarrillos París, ganador de un concurso convocado por el industrial Manuel Malagrida y ganado por el italiano Aleardo Villa (1865-1906), es un auténtico emblema de esta técnica: una mujer estirada con un generoso escote y una expresión de invitante placer en el rostro, como si el cigarrillo que se fuma no contuviera sólo tabaco (por la época fueron populares entre la alta sociedad los egipcios, unos cigarrillos que, se decía, contenían algo de opio). La corrección política, huelga decirlo, todavía no se había inventado. Y la utilización de la mujer para fines publicitarios, lejos de considerarse reaccionaria, era entendida en ese momento como expresión de libertad y atrevimiento.

Se trata de un arte íntimamente relacionado con el lujo y los placeres de la vida. Se ha hablado ya de ostras, joyas, viajes y bebidas -espectacular el anuncio del Licor Bénédictine, del checo Alphonse Mucha, 1860-1939-, pero la lista puede continuar por el chocolate, los perfumes o las revistas ilustradas -fabulosa la serie de portadas de Harper's, debidas al norteamericano Edward Penfield (1866-1925)-. Y por supuesto, también irrumpe con fuerza en el cartel publicitario el ámbito del deporte, que en ese momento empieza a conferir estatus social a quien lo practica: el golf, el esquí, los paseos en automóvil o en motocicleta, las regatas de vela, etcétera.

Una honda influencia tuvo también en el cartel modernista el arte japonés, como evidencia The Geisha, de John Hassall (1868-1948), una obra de teatro que se representaba en el londinense Daly's Thater entre 1893 y 1895. Hassall utiliza la línea clara y personajes procedentes del cuento tradicional, como Caperucita Roja o Dick Whittington, un aventurero medieval que se hizo muy popular y que en cierto modo precedió a los héroes del cómic de unos años más tarde.

Por supuesto, las artes gráficas no quedaron al margen. La exposición de Barcelona recoge también portadas de libros editados por aquellas fechas con profusión de ornamentaciones. Destacan dos de la norteamericana Ethel Reed (1876-1920), un caso poco frecuente de ilustradora mujer: una de las portadas es de la traducción al inglés de una obra de José Echegaray, a quien el premio Nobel había proporcionado fama internacional.

Fue desde luego un movimiento -acaso el primero- que no conoció fronteras, como no las conoce el comercio, su gran mentor. La producción española se centró principalmente en Barcelona, ansiosa de cosmopolitismo como nunca. Y si Ramón Casas bebió de fuentes parisienses -no está el archiconocido cartel de Anís del Mono, pero sí el no menos conocido de un tratamiento para la sífilis-, Santiago Rusiñol tendió al expresionismo centroeuropeo y Alexandre de Riquer al simbolismo anglosajón.

A finales de setiembre (26 y 27) se celebrarán unas jornadas dedicadas al cartelismo en que, entre otros, intervendrán el pintor Perico Pastor, el diseñador gráfico Enric Satué o el catedrático Jordi Pericot.

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