La suerte del principiante
La primera vez que hice una quiniela acerté trece resultados. Habrían sido catorce sí, a pocos minutos del final del único partido adelantado al sábado, Mendiguren no hubiera marcado el gol del empate del Athletic de Bilbao contra el Real Madrid. No sé cuánto dinero me habría llevado en ese caso, pero seguro que mucho. Lo que sí sé es que los resultados del domingo los acerté todos y que me pagaron más de doscientas mil pesetas, una auténtica fortuna. Había rellenado solo dos columnas, y el domingo por la tarde, cuando encendí la radio para saber cómo iba la jornada, no me sorprendió comprobar que en general mis predicciones habían sido correctas. Faltaba que dos equipos, creo recordar que uno de primera y el otro de segunda, metieran sendos goles, y en los escasos minutos que quedaban para el final de los partidos se marcaron precisamente esos dos goles, y solo esos dos. Tampoco eso me sorprendió. Tenía la sensación de que la realidad se estaba limitando a atenerse a un guion preescrito, y ese guion no era otro que mi boleto.
Qué fácil me pareció todo en ese momento. Y qué fácil iba a ser mi vida de entonces en adelante. Estaba seguro de que un simple vistazo a los partidos de cada jornada me bastaría para predecir los resultados con un mínimo margen de error. Si la mayoría de los quinielistas nunca acertaban, era sencillamente porque les faltaba un don que yo poseía: el don de ver el futuro como si ya fuera pasado, el de imaginar los partidos como si ya se hubieran jugado, recordándolos nada más...
Puede que de verdad tuviera ese don pero, de ser así, está claro que lo perdí enseguida. La semana siguiente acerté seis o siete resultados, y la otra me parece que incluso menos. Seguí haciendo quinielas hasta el final de la temporada y también durante las dos o tres temporadas siguientes pero, ¡ay!, ya nunca volví a obtener ningún premio. Para entonces, además, no me conformaba con hacer dos modestas columnas sino que cada vez rellenaba más boletos, con lo que el precio de la apuesta subía y subía... Cuando me harté de hacer quinielas, seguro que había devuelto con creces al Patronato de Apuestas Mutuas Deportivo-Benéficas (vaya nombrecito) las doscientas y pico mil pesetas del primer día.
Aún no he dicho lo que hice con ese dinero. Le di la mitad a mi mujer (que entonces era mi novia) y decidí gastarme la otra mitad en un viaje a una ciudad que no conociera: por ejemplo, Sevilla. Suele decirse que de una boda sale otra boda. Aquí ocurrió algo parecido: de la primera vez que hice una quiniela salió la primera vez que estuve en Sevilla. Era el otoño de 1988, yo aún no había cumplido los veintiocho años y estaba por tanto en la edad en la que todavía la mayoría de las cosas pasan por primera vez.

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