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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cazan los hombres, hablan las bestias

Manuel Rodríguez Rivero

No me extrañaría enterarme de que los ocho muflones y los cinco jabalíes apiolados por altas magistraturas del Estado en una finca jienense (¿a que les suena franquista y olé?) acaban primorosamente servidos en el banquete de cumpleaños de Robert Mugabe, otra alta magistratura conocida por su lúdico espíritu cinegético: al fin y al cabo, y como afirmaba Muñoz Seca, los extremeños se tocan. Que el poder obnubila es algo que se sabe desde el Poema de Gilgamesh: sin ese axioma avalado por los siglos no podría entenderse que a nuestros próceres judiciales se la refanfinfle tan absolutamente nuestra todavía escasamente desarrollada conciencia bioética. Claro que en este país caza hasta este Rey (¿recuerdan el episodio del oso Mitrofán?) tan cariñoso y buen padre de familia al que los españolitos pudimos admirar (con un share del 33,6%) halagadoramente ficcionalizado en la miniserie épica sobre su "día más difícil". En eso nuestro monarca constitucional se parece a Tiglat Pileser III, a quien le traían la leona en la jaula para que la flechara a gusto en sus ocios neoasirios. Y no es por aguar la fiesta, pero sí creo intuir cuál fue el día más difícil de cada una de las 13 "hermosas piezas" -los matadores de animales suelen llamarlas así cuando las ven abatidas en el suelo- cobradas por las antedichas magistraturas. Detrás de la caza, y diga lo que diga el maestro Delibes (nadie es perfecto), está la nostalgia por el viril cazador paleolítico; quizás va siendo hora de que nuestros dirigentes desvíen sus pulsiones internas hacia la recolección, y dediquen sus ocios a juntar setas o, mejor aún, a cuidar pequeñas huertas no colectivizadas en el patio trasero de sus chalets adosados o fincas más o menos jienenses. El punto de vista de los animales -inevitablementemente antropomorfizado- ha sido una constante de la historia de la literatura desde Esopo en adelante, incluyendo, claro, al cocker spaniel de Elizabeth Barrett Browning, cuya perruna biografía (Flush) mereció el honor de ser contada por Virginia Woolf (que nunca mató una mosca). La última muestra de esa larga tradición es El Lobo (Mondadori), de Joseph Smith, una sensible narración contada en primera persona por ese predador sin nombre de pila cuya hazaña literaria más conocida es haberse zampado, varios siglos antes de este libro, a Caperucita y a su amojamada abuela (en la versión de Perrault; los Grimm les perdonan la vida). En cuanto a la controvertida alma o hálito de los animales, lo cierto es que sigue siendo un asunto abierto a polémica. Lo que parece claro es que no hay ángeles animales: ni Harold Bloom habla de ellos en su brevísimo ensayo sobre El ángel caído (Paidós), ni tampoco los menciona Juan Arias en su sugerente La seducción de los ángeles (Espasa). Claro que tampoco los encuentro entre los cazadores-magistrados. Incluso alguno -adivinen- luce una expresión con cierto parecido a la de ciertos Belcebús de la iconografía tardomedieval.

He tardado lo mío en reconciliarme con Unamuno, al que todavía prefiero como columnista y ensayista de periódico

Ensayos

Como le ha ocurrido a mucha gente de mi generación, he tardado lo mío en reconciliarme con Unamuno, al que todavía prefiero como columnista y ensayista de periódico. Precisamente en estos días he leído las piezas que componen sus Soliloquios y conversaciones, una recopilación de los trabajos que publicó entre 1907 y 1910 en La Nación de Buenos Aires, incluida en ese espléndido volumen IX (Ensayos, artículos y conferencias) de sus Obras completas preparado por Ricardo Senabre para la Biblioteca Castro. Leo después, en el apartado correspondiente de El ensayo español del siglo XX (Crítica), la estupenda antología (con un prólogo que les recomiendo) que han realizado Jordi Gracia y Domingo Ródenas, que el propio Unamuno se consideraba, sobre todo, un "ensayista que se empeña en ser poeta y en escribir poemas en verso y en hacer novelas", lo que tranquiliza mi mala conciencia respecto a la obra del intelectual bilbaíno. El profesor Jordi Gracia, en cuya reciente y elogiada biografía de Ridruejo algunos echamos de menos mayor dedicación a la época en que su sujeto era "el más fascista de los fascistas españoles", ya había sido el editor del tomito dedicado a "los contemporáneos" en El ensayo español, un volumen incluido en aquella meritoria (e inacabada) serie Páginas de Biblioteca Clásica dirigida por mi admirado Francisco Rico en la época en que todavía no había tarifado con mi también admirado (ya ven, soy lo que Trotski llamaba un intérprete de balalaika) Gonzalo Pontón: muchas de las ideas esbozadas en aquella introducción han sido retomadas, perfiladas o ampliadas en la nueva entrega. Siguiendo con el asunto, Galaxia Gutenberg anuncia la próxima publicación de El arte de ensayar, de Fernando Savater, una antología de prólogos a obras de pensadores que, como Sartre, Camus, Arendt, Canetti, Foucault, Adorno, Ortega, Zambrano o Lévi-Strauss, tanto han contribuido a la evolución contemporánea de un género indefinible y escurridizo.

Ligerezas

El mismo día en que veo El lector, la película de Sephen Daldry perfectamente diseñada para obtener el Oscar (y minuciosamente producida para ello por los casi simultáneamente difuntos Anthony Minghella y Sydney Pollack), practico la lectura en diagonal de dos libros también planificados para convertirse en éxitos de venta, al menos en sus ámbitos de origen. El libro de los filósofos muertos (Taurus), de Simon Critchley, es una de esas obras muy a la moda con la que los filósofos académicos consiguen ampliar el círculo de sus lectores rebajando el nivel y contando anécdotas más o menos sabrosas con su poquito de miga filosófica, para que el lector se sienta a la par inteligente y entretenido, un binomio clave para el éxito del libro. Puesto que, siguiendo a Cicerón, la filosofía no es más que un aprendizaje de la muerte, Critchley nos cuenta los fallecimientos reales de más de 190 pensadores, desde la antigüedad hasta ayer mismo. Me divirtió enterarme de que Wagner estaba convencido de que una de las causas de la enfermedad de Nietzsche (que "al parecer era coprófago, es decir, propenso a comerse sus propias heces y beberse su orina") era un exceso de masturbación. O que La Mettrie -conspicuo ateo y gourmet- la palmó a consecuencia de una indigestión pantagruélica de paté de trufas en mal estado. El otro libro ligero con el que he abonado mis ocios es El detective en el supermercado (Temas de Hoy), de Michael Pollan, del que se han vendido millares de ejemplares en USA. Su autor es uno de esos típicos conversos que defiende que lo que hay que hacer para estar sano es "comer comida" (auténtica, no sucedáneos procesados), "no demasiada, y plantas en su mayor parte". Ya sé que no debería decir esto (y les prohíbo que se lo cuenten a sus hijos), pero después de hojear el libro y, sobre todo, de ver el aspecto (sano, pero feo) que su sonriente y compacto autor luce en la foto de la solapa, me fui corriendo al Burger King a zamparme un Whoper. Pura nostalgia del barro.

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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