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IDA Y VUELTA
Columna
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Cerca del origen

Antonio Muñoz Molina

Antes que los libros y que la escritura fueron las historias contadas en voz alta; mucho antes que las palabras fue el juego, la pantomima, el canto, facultades que los seres humanos compartimos con algunas especies animales; en el canto está el desafío y la llamada, el estremecimiento de un estado de ánimo colectivo; en el juego, el germen de la ficción: perros, monos, delfines, fingen, igual que nosotros, que se persiguen y se atacan, y al hacerlo establecen un ámbito que no es el de los actos verdaderos, el de los gestos útiles que tienen resultados tangibles: el hueso de plástico que el perro se afana con tanto entusiasmo en perseguir no va a alimentarlo; mucho antes de articular una palabra inteligible el niño sabe fingir que conduce un coche con gestos muy parecidos a los de su padre e imitando el ruido del motor, o que monta a caballo sobre un palo de escoba. Antes todavía, recién llegado al mundo, es capaz de adivinar, sin que nadie se lo haya enseñado, un cambio sutil en la atención de un adulto. Ve una mirada que se mueve y él mueve la suya; observa una expresión de alegría o de estupor o de pena y la imita tan certeramente como dentro de no mucho tiempo imitará una voz. Tan instintivamente como sabe adherirse al pecho suculento de su madre el bebé está practicando casi desde que abre los ojos el ejercicio mental sin el que no es posible ninguna forma de ficción: ponerse en el lugar de otro. En los primeros años de la vida abarcará el tránsito de muchos milenios de evolución, del grito y el mimetismo gestual y la melopea a la palabra inteligible, al relato organizado, a la lectura y la música, a la sofisticada expresión plástica, al juego de representar lo que no se es y lo que no existe. Irá haciéndose adulto y dará igual que lea o no novelas, que se aficione al cine o a los videojuegos o que decida consagrar el esfuerzo íntegro de su inteligencia en ganar mucho dinero o en difundir el mensaje de una religión o en atracar bancos o en triunfar en la alta costura: haga lo que haga, lo sepa o no, su vida estará poblada de ficciones, la mayor parte de las cuales, aunque él o ella imagine que están recién inventadas, han venido contándose desde hace al menos varios miles de años, y serán muy parecidas a las que escuche o cuente cualquier desconocido en otro extremo del mundo. Cada ser humano, cada ser vivo, es una combinación única e irrepetible de un riquísimo material genético; la misma canción varía cada vez que alguien la canta, aunque sea la misma persona en épocas diversas, en días sucesivos; cada historia es distinta a cualquier otra y cambia sutilmente cada vez que se cuenta, como muy bien sabe el padre o la madre que ha de repetir cada noche el mismo cuento a un hijo y sin embargo se las arregla para introducir sutiles variaciones. Pero entre todos los seres humanos y todas las historias hay un grado de familiaridad que se corresponde con la desconcertante unidad genética de la especie.

La ficción es una destreza universalmente celebrada porque ha tenido una utilidad evolutiva en la perduración de la especie

A una parte de los teóricos universitarios de la literatura y a los demagogos de la política estas similitudes les producen una agresiva irritación. La demagogia política -que es casi la única forma de política que se practica en estos días- consiste en alimentar el orgullo chulesco de los llamados nuestros frente a la vileza o la inferioridad de los otros. Las teorías literarias dominantes desde hace décadas sobre todo en las universidades anglosajonas, se basan en una clasificación semejante de los seres humanos y de los productos de su imaginación: las obras de literatura carecen de verdadera sustancia, o de cualquier correspondencia con la vida de quienes las escriben o con el mundo en el que surgen; son emanaciones de discursos de opresión o discursos que manifiestan identidades colectivas, tan cerradas sobre sí mismas y tan ajenas entre sí como las culturas tribales que estudian los antropólogos; atribuir a una obra literaria un valor universal es tan ridículo como buscar rasgos humanos, conductas o incluso percepciones que sean naturales, o principios éticos que merezcan ser respetados por igual en cualquier lugar del mundo; en último extremo, la literatura es siempre un sucedáneo, un residuo de algo: del poder patriarcal, de la construcción de la identidad, etcétera.

Quizás los estudios literarios están empezando a salir de una larguísima glaciación que lo sepultó todo: falta saber si una vez que los hielos se retiren habrá quedado algo, al menos una noción de lo más decisivo, el placer apasionado de la lectura, el talento para trasmitir sabiduría y entusiasmo, no sólo una jerga muerta hecha de recuelos marxistas, freudianos, estructuralistas. Por los mismos años en que los teóricos universitarios de la literatura se encerraban en su antipática palabrería identitaria y separatista, las ciencias verdaderas, la biología, la neurofisiología, estaban revelando exactamente lo contrario: la profunda unidad que subyace debajo de todas las variantes inagotables de la vida, incluyendo la humana; y el modo en que nuestros aprendizajes, nuestras experiencias, el irse haciendo irreductible de cada uno de nosotros, se organizan de acuerdo a condiciones innatas que han sido modeladas por la evolución de la especie, por la herencia que ha dejado toda la vida animal de la que procedemos en nuestro patrimonio genético. Porque nos parecemos mucho cualquier historia bien contada puede conmovernos; porque somos siempre distintos cualquier historia bien contada es nueva.

El mejor síntoma del que he tenido noticia hasta ahora del deshielo universitario sobre la literatura es un libro de Brian Boyd que me desvelo leyendo por las noches, On the Origin of Stories: por qué la ficción está tan literalmente enraizada en los seres humanos que no se conoce ninguna sociedad en la que no exista; por qué el interés en los cuentos o en el juego es tan universal entre los niños que su ausencia es síntoma de un trastorno grave; por qué nos importan tanto historias que sabemos inventadas y seres que no existen y nos emocionamos hasta el llanto con el artificio evidente de una representación teatral; por qué el primer instinto de cualquier narrador es despertar el interés de quien escucha o quien lee y sostener su atención hasta el final del relato: cómo es que, según dice Joan Didion, nos contamos historias los unos a los otros para seguir viviendo. No se trata de una exageración literaria: la ficción es una destreza universalmente celebrada porque ha tenido una utilidad evolutiva en la perduración de la especie. Brian Boyd no es novelista, pero dedicó muchos años a escribir la biografía de Vladimir Nabokov, que aquí publicó heroicamente Anagrama. Su relato de la invención y la escritura de Lolita es en sí mismo un ejercicio luminoso de literatura. Algo muy hondo tiene que haber en la ficción para que abramos esa novela y desde la primera página vuelva a seducirnos siempre la voz depravada y poética que la cuenta, y ya no haya modo de no seguir escuchándola.

On the Origin of Stories. Evolution, Cognition, and Fiction. Brian Boyd. Harvard University Press, 2009. 560 páginas.

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