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Tribuna:La firma invitada | Laboratorio de ideas
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Crítica de una crisis crítica

Por Marcos peña

Marcos Peña

Crisis? ¿Mutación? ¿Metamorfosis? Quién sabe. Sabemos poco y ése es el problema. Ni siquiera comprendemos bien cómo funcionan las cosas. Sólo parecemos capaces de conocer (sufrir) sus efectos; cierran los bancos, se restringe el crédito, hay crisis financiera; cierran empresas, aumenta el desempleo, la crisis se ha instalado en la economía real. Pero ¿por qué hoy y no ayer? Hace unos días, Joaquín Estefanía citaba un comentario de Keynes sobre la economía: "Maquinaria diabólica cuyo funcionamiento aún nos cuesta comprender". Y si incluso a Keynes le costaba comprender el funcionamiento de la economía, imagínense ustedes lo que de ella sabrán nuestros expertos, nuestros opinantes, y no digo nosotros mismos.

La crisis va a ser dura y duradera, y conviene estar preparados. Lo obvio es lo primero que se olvida
Sólo en la oficina del diálogo social se fragua la salud de nuestro sistema económico

Lo cierto es que algo está cambiando o, para ser más precisos, ya ha cambiado y empezamos, ahora, a darnos cuenta. La gravedad del infarto financiero ha ofuscado, en cierta medida, la crisis alimentaria, la quiebra del liderazgo, la aparición de nuevos sujetos en el escenario internacional...

El laberinto, en definitiva, en el que estamos metidos: la imposibilidad de que las políticas locales gobiernen la globalidad. Resulta una puesta al día de la esencia marxista: el choque entre las fuerzas productivas y el modo de producción. Cuando los muros del modo de producción impiden el desarrollo de las fuerzas productivas, éstas provocan su derrumbamiento. A eso se llamaba revolución... En fin, cosas del pasado.

Y ahora, lo que intentamos es comprender qué significado de crisis escogemos de las que nos da el diccionario: "situación dificultosa y complicada" o "cambio brusco, mutación importante en el desarrollo"; porque, como es natural, una cosa es gobernar la escasez y otra muy distinta gestionar el cambio -o ambas cosas a la vez- en la soledad que la ausencia de milagros comporta.

Se me antoja excesivamente ambicioso aspirar a un nuevo orden internacional, el supervisor cósmico. No estaría mal de ser posible, pero no sería, ni mucho menos, la solución definitiva, porque hay otros problemas que seguirían vivos. En estos momentos, hemos cambiado afortunadamente la poesía por las matemáticas. A la concreción debemos someternos, y por ahora nada hay más concreto que nuestro propio país, sin ir más lejos.

La crisis va a ser dura, dura y duradera, y conviene estar preparados. Lo obvio suele ser lo primero que se olvida, así que no debemos olvidar una obviedad absoluta: la crisis se concreta en el trabajo; para ser más exactos, en la pérdida de trabajo. De lo que se deduce que la política de empleo adquiere rango de honor y se coloca por derecho propio en el epicentro del quehacer político (político, económico, cultural y social). Las previsiones de empleo son malas y serán peores, la actual tasa de cobertura -rondando el 84%- tenderá a bajar, y a la vuelta nos esperan más parados y -de seguir así las cosas- peor cubiertos. Los puestos de trabajo no están en anaquel, no se pueden comprar. Son consecuencia de la actividad económica, y ésta es muy resistente a la reanimación.

Cabe deducir de todo ello que las medidas milagro no existen y que la política de enfermería, aunque necesaria, no es suficiente. Así que ¿qué nos va a pasar?, ¿el Apocalipsis?, ¿la condenación eterna? Pues tampoco, ni mucho menos. Y para ello tenemos que tener claras dos cosas: primero, que siempre que llueve escampa, la crisis pasará y lo sustancial es saber "cómo vamos a pasarla". Es decir, se trata de gestionar el tránsito, o de hacerlo socialmente, para aliviar el malestar de los más desfavorecidos. Y la segunda cosa, y sin duda, la más importante, es que los españoles sabemos hacerlo, porque ya lo hemos hecho y lo hemos hecho bien. Es bastante razonable, por tanto, que tengamos confianza en nosotros mismos. Algún ejemplo. Pongamos dos: la llamada "crisis diferencial española", previa a los Pactos de la Moncloa, y el tremendo batacazo de empleo que padecimos durante 1992 y 1993.

Recordemos la situación en los años anteriores a los pactos. El dictador estaba enfermo, moribundo, y resultaba entonces poco aconsejable hacer cualquier cosa que tuviera que ver con la realidad, aunque mitigara los graves efectos de la crisis energética de 1973. Y, por supuesto, nada se hizo.

Todo estaba en contra. España, desarmada política, social, económica y culturalmente, contemplaba entre indiferente y eufórica la muerte del general.

Era un país donde el 20% de su población activa estaba en el campo; con una presencia en el exterior que no alcanzaba el 1% del PIB; en el que menos del 40% de los hogares disponía de lavadora automática, automóvil y teléfono, y solamente el 58% de ellos contaba con instalación fija de baño o ducha. Para echar cohetes, vamos.

Los salarios subían un 30%. Y, poco a poco, llegamos a junio de 1977, a las primeras elecciones ganadas por Adolfo Suárez, al primer Gobierno cuyo vicepresidente fue Enrique Fuentes Quintana. Ya en aquel comienzo del verano, la inflación rondaba el 42%. Y, como acompañamiento, la repugnante presencia de ETA con su mezcla de sangre, patria y paletería.

Francamente, resulta a estas alturas inimaginable que se pudiera por aquel entonces sentar juntos a todos los partidos políticos (UCD, PSOE, PCE, AP, CiU, PNV...) y que se pusieran de acuerdo en adoptar medidas urgentes y reformas estructurales. Se comenzó a pactar salarios en función de inflación prevista -que no pasada- (y así seguimos) y se armaron la reforma fiscal, la presupuestaria, del marco de relaciones laborales... Aquello se llamó "los Pactos de la Moncloa"; era octubre de 1977. El tránsito hacia la Constitución estaba asegurado, los fantasmas empezaban a ahuyentarse y, dentro y fuera de España, algo quedó claro: la solución es posible. Sobre todo cuando queremos, cuando todos queremos.

De ahí, más o menos, venimos. Se salió entonces de la crisis y, de repente, de nuevo el batacazo. Corría el año 1993. Recordemos cuál era nuestra situación para saber de dónde venimos; si no, difícilmente podremos saber adónde vamos. En 1993, el PIB bajó un punto, la formación bruta de capital bajó más de 10 puntos, los intereses estaban en torno al 11%, el déficit público se situaba en el 7,2% y la deuda pública superaba en 20 puntos a la actual. Sin embargo, lo más significativo era el empleo: un 22,7% de paro en 1993, con una pérdida de empleo del 4,2%. Y lo fundamental: en el primer trimestre de 1993 trabajaban en nuestro país 11.800.000 personas, frente a los 20.514.000 (ahora, 20.346.300) de trabajadores del primer trimestre de 2008.

Esto es lo fundamental, esto es lo que no hay que olvidar... Y si queremos algún ejemplo financiero, ahora que tanto presumimos de la solidez de nuestro sistema, el 28 de diciembre de 1993 se aprobaba en el Congreso de los Diputados la intervención de Banesto, la flor y nata del sistema.

Así estaban las cosas, y lo que en estos momentos más nos interesa no es sólo celebrar que de esas situaciones difíciles salimos, sino que salimos para bien, para ser mejores, para ampliar nuestro bienestar y nuestra libertad. Binomio que a estas alturas de la vida se me antoja inseparable. Un país que casi ha duplicado su población ocupada es otro país. Un país más fuerte, socialmente armado; un país que, sin duda, es capaz de todo.

Salimos porque quisimos y pudimos. Y aquí sí que es menester utilizar el plural. Plural que nos lleva directamente, más que al acuerdo, a la voluntad de acordar, al esfuerzo por consensuar más que al pacto mismo. La materia prima para superar la crisis somos nosotros mismos. Somos y seguimos siendo el factor estratégico por antonomasia. En la situación actual, utilizar asuntos como, por ejemplo, el desempleo, a modo de garrote político, además de inútil, resulta obsceno. Comprender, dialogar, acordar, decidir, ése parece el camino, quizá no tan empedrado...

Hablar de personas significa, claro, hablar de sus organizaciones, y en el caso que ahora nos ocupa, de los sujetos sociales, de los sindicatos y de las patronales, que se me antoja que durante todo ese recorrido que venimos comentando han dado un ejemplo que sería razonable no sólo seguir, sino también reconocer.

Porque no hay que olvidar que salimos de aquellas crisis acordando, dialogando, pactando. Se puede decir que los interlocutores sociales en nuestro país quizá no sepan hacer otra cosa que ponerse de acuerdo. Tal vez porque no tienen más remedio, porque han demostrado que la palabra es el mejor instrumento para superar este tipo de situaciones. Se han pactado salarios, reconversiones industriales, reformas estructurales de gran calado. Se ha dialogado siempre. La cultura del diálogo es un patrimonio común riquísimo, un mimbre esencial en ese cesto que todos venimos obligados a fabricar. Y no es poco lo que estoy diciendo, máxime cuando el paro aprieta. Porque muchos de nosotros hemos llegado a pensar que sólo en la oficina del diálogo social -en su más alta interpretación- se fragua la salud de nuestro sistema económico (y no sólo económico). Hoy tenemos más cosas a favor que en contra, y en 1977 no las teníamos. Por eso, si la frase no fuera tan de campaña y no estuviera tan manida, me atrevería a concluir diciendo: nosotros podemos. Nosotros también podemos.

Marcos Peña es presidente del Consejo Económico y Social de España.

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