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IDA Y VUELTA
Columna
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Cuento de la deuda y la hormiga

Antonio Muñoz Molina

El caballero del cuento había salido por el mundo a buscar aventuras y al cruzar un arroyo veía que la corriente empezaba a arrastrar a una hormiga. Se detenía para rescatarla con una ramita y después de dejarla a salvo en la otra orilla continuaba su viaje. Al cabo del tiempo, el caballero tenía que superar una prueba imposible, separar en la oscuridad y en una sola noche el grano y la cebada mezclados en una celda o en un granero donde lo habían encerrado. Pero la hormiga a la que tiempo atrás había salvado la vida venía en su ayuda con sus compañeras de hormiguero, y al amanecer, cuando los guardias del rey vengativo abrían la puerta, el caballero les mostraba dos grandes montones de cebada y de trigo perfectamente separados entre sí.

Con los años, los detalles de la historia se han ido difuminando, a pesar de que hubo una época en que tenía que leerla en voz alta casi todas las noches, en aquellos Cuentos al amor de la lumbre que recopiló Antonio Rodríguez Almodóvar. Me he acordado de ese pormenor de los granos de trigo y cebada leyendo un libro de Margaret Atwood que está lleno de referencias a los cuentos populares y a las historias más antiguas de todas, que casi siempre tienen que ver con deudas y restituciones, con el premio o el castigo, la compensación que requieren los actos humanos, las consecuencias que provocan. Me extrañó al principio cuando vi el libro -Payback: Debt and the Shadow Side of Wealth- porque parece, por su título, un ensayo sobre economía, y a Margaret Atwood no la imagina uno interesada en esos saberes. Menuda, con el pelo rizado, con la piel y los ojos muy brillantes, el perfil afilado, Margaret Atwood tiene un aire de ligereza y astucia, de propensión al asombro, algo de pájaro o de liebre. La vi una vez de cerca en uno de esos festivales literarios organizados bajo un lema lo bastante general como para parecer trascendente y al mismo tiempo permitir vaguedades prestigiosas a los intelectuales invitados -¿Puede cambiar algo la literatura?-. Margaret Atwood subió al escenario, se puso unas gafas, empezó a leer unos poemas con una voz meticulosa y muy bien timbrada, con el grado exacto de énfasis en su naturalidad, y todo el aire caliente y las nubes de palabras entre vanidosas y mesiánicas que atufaban la atmósfera de aquel teatro se disiparon en un momento. Efectivamente, la literatura podía cambiar algo: aquellos versos recitados en voz alta por la mujer que los había escrito podían despertar en quienes escuchábamos una verdadera atención, una disposición de verdad. En los poemas de Margaret Atwood, como en los cuentos y en los mitos que muchas veces los inspiran, hay un equilibro de transparencia y misterio que yo percibí más intensamente que nunca al escucharlos en su propia voz. "La poesía es esencialmente oral y está cerca de la canción", ha escrito ella: "el ritmo precede al significado".

Ahora esta mujer menuda e intrépida, que pasó la primera infancia en los bosques boreales de Canadá, ha escrito un tratado breve sobre las deudas, los préstamos, las hipotecas, los plazos que se cumplen, los intereses que se acumulan y no pueden pagarse, y nada menos que un crítico del Financial Times asegura que es una explicación clara y precisa de la catástrofe económica en la que nos encontramos. Banqueros experimentados, premios Nobel de Economía, doctores de Harvard, líderes mundiales, genios de la creación de modelos matemáticos computerizados, han llevado al mundo a una ruina cuya escala todavía no conocemos. Está bien pues que una escritora armada sólo de curiosidad y talento nos recuerde en menos de doscientas páginas una sabiduría que es tan antigua, tan universal, tan enraizada en la mente humana que ni siquiera le pertenece en exclusiva a ella. La noción de la equidad la poseen los otros primates, según experimentos célebres que cita Atwood: a un grupo de monos capuchinos se les habitúa a entregar un guijarro y recibir a cambio una rodaja de pepino; cuando a uno de ellos se le da una uva, que es mucho más sabrosa, los demás se irritan y dan por roto el acuerdo. Equidad e igualdad no son lo mismo: después de una cacería los chimpancés que han participado en ella reciben una recompensa acorde con su lugar en el grupo y con la importancia de su contribución al esfuerzo común, igual que los héroes griegos después de una batalla en La Ilíada.

Con su agudeza versátil, con esa amplitud de curiosidades que está en el corazón de lo que antes se llamaba humanismo, Margaret Atwood recorre las mitologías, las religiones, las literaturas y los hechos históricos siguiendo el hilo de la obsesión humana por la equidad, la recompensa, la deuda, el precio. La escritura no se inventó para registrar poemas, sino listas de cuentas y de pagos: en la ultratumba egipcia el corazón humano es pesado en una balanza, y el dios Thoth anota el resultado en una tablilla idéntica a las que usaban para registrar el peso de las joyas y el oro; en el cristianismo y en el islam son ángeles los que se encargan del peso de las almas. Ningún acto deja de tener consecuencias: la deuda los dilata en el tiempo. En arameo, la lengua que hablaba Cristo, pecado y deuda se dicen con la misma palabra. El sacrificio primitivo es un gesto de restitución por los bienes arrebatados a la tierra, por la alteración causada en el equilibrio del mundo. El cazador pide perdón y da las gracias al animal del que depende su vida. Los personajes de las tragedias griegas y los de la trilogía del Padrino se rigen por el mismo principio de restitución. Lo que pierde a Emma Bovary no es su amor adúltero: es la acumulación de las deudas que ha contraído insensatamente y no puede pagar.

Con su cara de curiosidad atónita Margaret Atwood mira el presente y ve un mundo en el que de pronto la noción misma de la deuda parecía que se hubiera extinguido: se firman hipotecas cuya devolución es imposible, con plazos más largos que la vida; se envenena el aire y se esquilman la tierra y el mar como si no fuera a llegar nunca la hora sombría de las consecuencias; se educa en la exigencia irritada y no en la gratitud; una parte ínfima de los seres humanos arrambla para su despilfarro y su capricho con los recursos limitados que pertenecen a todos y nadie piensa que esa deuda, como todas las deudas, habrá de tener su vencimiento. Durante mucho tiempo ha estado de moda despreciar la literatura, las humanidades, en nombre de los saberes indiscutibles de los grandes expertos, los especialistas que tenían los pies en la tierra. Ahora que, gracias a todos ellos, "el dinero sencillamente se desvanece como el espejismo que siempre ha sido", según dice Margaret Atwood, quizás habrá que buscar la cordura en el sentido común y en la poesía. Si la veo otra vez le contaré el cuento del caballero y la hormiga. -

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