Escenarios criminales
Raymond Chandler escribió en alguna parte que cuando uno entra en una comisaría de policía se introduce en un espacio que está más allá de la ley. Y todavía con más impunidad, en las novelas de John Le Carré los personajes se reúnen en un lugar cercano al muro de Berlín, una tierra de nadie ajena a cualquier jurisdicción política en el que se pueden cometer los más atroces crímenes con la libertad propia del terror estatal. En las nuevas distopías urbanas se crea una praxis distintiva que produce más excitación que miedo y que ha alcanzado al museo, lugar de inexplicables baratijas donde conviven apaciblemente los estelares criminales dadá y los asesinos en serie salidos de los mercadillos surrealistas con los superfluos actos de vandalismo kitsch de Jeff Koons.
Hoy a los nuevos equipamientos museísticos no se les pide siquiera un tejido urbano donde encajar, ni tienen la opción de formar parte de un discurso de producción vernácula, más bien evocan o son una réplica de toda la energía libidinal que genera el mercado, preparados para envasar las nuevas microficciones del antisistemismo y subversión que ellos mismos generan. En ese acto de destrucción gozosa de un tejido urbano enfermo -la gentrificación-, el museo ha desplazado necesariamente cualquier intento utópico por seguir imaginando alternativas radicales en la nueva cultura del conocimiento. Su plebeyización -que no democratización- ha tenido evidentes consecuencias en todos los agentes culturales y políticos, pues ha terminado momificando dentro del cubo blanco a las proles revolucionarias y a todos esos bajos fondos que definieron la que se suponía alteridad de la modernidad más radical. Cómplices de la desaparición del espacio público y de la cultura oficial que se disuelve en las redes privadas del negocio, los centros de arte, en sus diferentes formatos -Kuntshalle, franquicia, museo nacional o provincial, colección privada-, se han convertido en siervos groseros y limitados de la apremiante voluntad de un nuevo esteticismo que afirma que la belleza es el requisito previo y esencial de toda posibilidad, pues la cultiva hasta el límite de su propia negación. Si antes la estética era sumamente indiferente a toda verdad, socialmente inútil pero culturalmente abierta a cualquier cosa, ahora institucionalizada, la ley moral a la que sirve se presume abstracta y dominante, vacía de contenido utópico y sádica en su ambición por neutralizar las disidencias.
A partir del ready-made, la obra de arte es el resultado de una validación institucional (el poder frente al gusto). Piero Manzoni, Marcel Broodthaers, Robert Morris, Ed Ruscha, Samuel Beckett, Daniel Buren, Lawrence Weiner, Hans Haacke o Andrea Fraser alumbraron a lo largo de las últimas décadas una firme estética de la administración al conceder al espectador una capacidad hermenéutica que le situaba en el espacio de contacto entre el objeto escultórico y el soporte arquitectónico. Aquellos trabajos, entre la instalación, la escultura posminimalista, el soporte publicitario y el vídeo, coincidieron en proponer una rigurosa redefinición de las relaciones entre el público, el objeto artístico y el autor, a la vez que analizaban y sacaban a la luz el instrumentalismo de la administración como legitimadora cultural. Muy pronto, aquellos artistas se dieron cuenta de que toda la crítica que generaban, además de haberse burocratizado, había acabado convirtiéndose en una auténtica farsa. No sólo no habían podido desenmascarar el marco institucional como herramienta de control ideológico, sino que permitieron que se renovara con vigor. Lo estético seguía siendo lo ideológico.
En 1970, Theodor Adorno escribió: "La estética no tiene poder alguno para decidir si ha de convertirse en la nota necrológica del arte". Una gran visión. Que los picassos hayan terminado colgados en los despachos de las grandes corporaciones no significa que el pintor no haya sido suficientemente revolucionario, sino que ese movimiento de masas fracasó. El arte, por sí mismo, es incapaz de resistirse a su institucionalización. La alternativa es que el artista no produzca ningún objeto.
También lo escribió Bertolt Brecht: la estética de la vanguardia no es revolucionaria. Lo que es radical es el capitalismo.
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