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Tribuna:Verso sur | CRÓNICA INTERNACIONAL
Tribuna
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Gatos, muñecos y fantasmas

"HUBO UN tiempo en que los héroes de las historias éramos todos perfectos y felices al extremo de ser completamente inverosímiles": da inicio así El cuento ficticio, que Julio Garmendia (Barquisimeto, 1898-Caracas, 1977) incluyó en La tienda de muñecos (1927), una de las primeras colecciones de cuentos fantásticos de Latinoamérica, y que lo ubica entre los grandes de su estirpe: Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y Felisberto Hernández. En tan sólo siete relatos, el escritor y diplomático barquisimetano creó un universo hasta ese momento desconocido. Alejado de la estética del Realismo documental y crítico, tan de moda entonces -hay que recordar que Doña Bárbara, de Gallegos, apareció en 1929-, y ajeno a los experimentos de James Joyce y Virginia Woolf, la obra garmendiana se construyó bajo la concepción de que la ficción y sólo la ficción es el objeto de las búsquedas del escritor: "Se me atribuyen todas las dotes, virtudes y eminentes calidades, además de mi carácter ya probado en los ficticios contratiempos. Y, en fin, de mí se dice: merece el bien de la ficción, lo que no es menos ilustre que otros méritos...". Se trata de un purista que logró untar a las palabras con la esencia de las cosas. No en balde aún hoy los escritores venezolanos consideran este cuento el ars narrativa por excelencia, el manifiesto literario que se contrapone a la prosa del Realismo y sus preocupaciones sociales. Sin embargo, en el relato que da título al libro, ironiza en torno a las jerarquías: en una desquiciada tienda de muñecos, un fantástico orden social separa a conciencia soldados de curas, bomberos de enfermeras, abogados de artistas.

La vida de este singular narrador no está, por cierto, demasiado alejada de la atmósfera mágica que rodea su obra. Contaba el crítico Domingo Miliani que cuando Juan Rulfo visitó Caracas recurrió a él para que lo liberara de los compromisos oficiales. Entonces Miliani lo llevó a la librería El Gusano de Luz, donde encontraron a Garmendia, que se preparaba para regresar al pequeño hotel del centro donde vivía.

-Venga, don Julio, le quiero presentar a un amigo-, interrumpió Miliani. Y Garmendia, que no era dado a la cosa social, se mostró reticente. -Es sólo un momento-, insistió el crítico.

Garmendia se acercó dubitativo. Y cuando los dos escritores estrecharon sus manos, bajaron a Comala entrando por la tienda de los muñecos. Esa noche Garmendia y Rulfo bebieron mucho whisky y conversaron con fruición de Selma Lagerlöff. Garmendia lo llamaba Don Juan; y Rulfo, Don Julio. Y como la vida duplica la literatura, en otro de sus textos, El alma, ocurre un encuentro amistoso semejante. El Diablo se acerca a la ventana de un Fausto contemporáneo y escéptico con intención de comprar su alma. Pero el protagonista, amigable, le confiesa que no sabe si tiene una y no querría por nada del mundo engañarlo. El Maligno, en el mismo tono cariñoso, ofrece estrangularlo momentáneamente para asegurarse de que la posee. De regreso de la muerte, el nuevo Fausto se ha descubierto desalmado; pero igual trata de engañarlo inventando una fabulosa historia con la que demuestra que la suya es un alma apreciada en el Cielo. A cambio de ella, pues, le exige el don de mentir sin pestañear. El Diablo se ha adelantado a los deseos de su cliente: ya le ha otorgado dicho don. Y todos tan tranquilos.

La manera como Julio Garmendia vivió los acontecimientos pudo haber sido tema para su imaginación. Por ejemplo, al comenzar la Segunda Guerra Mundial trabajaba en Dinamarca y, mientras miles huían del Tercer Reich, a Garmendia, que no gustaba de las aglomeraciones, no se le ocurrió otra idea sino embarcarse en el único tren que iba casi vacío. Su destino: Berlín. Hasta tal punto llegaba su poca capacidad de adaptación a la sociedad. Sus cuentos, es evidente, perfilan personajes aislados, ajenos del mundo, parecidos a él. Y como si estuviera pidiendo comprensión para su comportamiento, leemos en El librero y en La realidad circundante: "

...hay que ser caritativos con los pobres seres que arrastran en las páginas de los libros una existencia desolada", porque "les falta el resorte de adaptación a la realidad circundante". Esa vida inadaptada, y algo desolada, fue el terreno propicio para que nos legara su muy breve y luminosa prosa (La tuna de oro, de 1951, es su segundo y último libro donde, entre otros personajes, una manzana criolla llora la llegada de manzanas más rojas que ella, y una niña tiene un sapo por mascota); incluso se dice que, cuando murió, dos gatos negros montaron obstinada guardia al lado de su ataúd hasta que fue enterrado. Es que a los seres fantásticos los vienen a buscar sus congéneres. Como el hada verde a Poe. Como los cronopios a Cortázar.

Juan Carlos Chirinos (Valera, Venezuela, 1967) es autor del libro de relatos Homero haciendo zapping y de la novela El niño malo cuenta hasta cien y se retira.

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