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EL LIBRO DE LA SEMANA

Hitler come tartitas de fresa

UNA DE las más sustanciosas anécdotas de las que está plagado Cambio de rumbo es la del encuentro casual de Klaus Mann con Adolf Hitler en 1932, poco antes de la toma del poder. Coincidieron en el Carlton, un salón de té muniqués. El escritor entró allí ignorante de que este local, célebre por sus dulces, era uno de los preferidos del goloso Hitler. Apenas a un metro de distancia, Klaus descubrió al ya popular hombrecillo, en compañía de algunos de sus compinches. Con una mezcla de fascinación y asco observó cómo Hitler devoraba una tartita de fresa tras otra. Esa avidez "entre infantil y bestial" le quitó a Klaus el apetito. "¿En qué radica la fascinación de este hombre?", se preguntó. Él no le veía el más mínimo atractivo; además, le obsesionaba la idea de que aquella vulgar fisonomía le recordaba vagamente a la de alguien inquietante e ingrato. Desde luego, el ridículo bigotito era el de Chaplin, ¡pero ya quisiera Hitler parecerse en algo más al amable Charlot! No. Éste poseía amabilidad, gracia e ingenio, características que brillaban por su ausencia en el comensal que sorbía con estrépito las tartitas. Ese ser de rostro antipático, en el que resaltaba con escándalo una nariz carnosa y fofa, "casi obscena", aquella fisonomía repugnante, su ordinariez, ¿a quién le recordaba? Klaus pagó y entonces se le iluminó la mente: ¡Cómo no! La cara de Hitler era idéntica a la de un asesino en serie cuyo proceso había acaparado hacía poco la atención en todos los periódicos: un tal Haarmann de Hannover. Ese "Barba Azul homosexual" había asesinado a unos cuarenta chiquillos a los que violaba, degollaba y luego convertía en salchichas. ¡Éste y no otro era el sosias de Hitler, su doble! Klaus dejó el Carlton, casi tranquilo, convencido de que un tipo de tal zafiedad jamás ganaría las elecciones en Alemania. "El embustero, el jactancioso, el fanático, el criminal, ¡no vencerá!". El culto, sensible y bienintencionado Klaus se equivocó.

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