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Columna
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¡Honra a los leones de Mesopotamia!

Con dos piedras se hace una portería y cualquier cosa que ruede sirve de balón. Pero jugar al fútbol en un descampado donde puede haber minas, estallar coches bomba y cruzarse las balas perdidas no es tan fácil. Sin embargo, los chavales iraquíes, los niños perdidos de Bagdad, siguen yendo al descampado y jugando a la pelota porque a veces el fútbol puede ser tan vital como el oxígeno.

El mes que viene se cumplirá un año de uno de los partidos de fútbol más memorables de lo que va de siglo. La selección nacional de Irak, los 11 héroes bautizados para la leyenda como los Leones de Mesopotamia, derrotaban en la final de Yakarta a Arabia Saudí 1-0 y conquistaban por primera vez la Copa de Asia. Suníes, chiíes, turcomanos y kurdos se echaron a las calles de Erbil, Mosul, Bagdad y Basora desafiando las balas, granadas y obuses para celebrar unidos la victoria, la primera y única alegría común en varios de años de guerra.

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En tan sólo 90 minutos los jugadores iraquíes, que llevaban brazaletes negros en recuerdo de las decenas de víctimas causadas por dos coches bomba en la capital un par de días antes, habían vuelto a poner de pie a una nación que se siente humillada desde que aplaudió la entrada en el país del Ejército de ocupación de Estados Unidos hace cinco años. Once futbolistas habían logrado más en esa hora y media que los imanes, los mulás, los señores de la guerra y el mismo Gobierno en mucho tiempo. Además, habían derrotado a los favoritos y eternos rivales, los saudíes, a los que muchos iraquíes acusan de exportar fanáticos wahabíes y terroristas suicidas.

El éxito venía madurando desde hacía meses. La FIFA contrató para entrenar al Irak en guerra a un trotamundos del fútbol, el brasileño convertido al Islam Jorvan Vieira, que seleccionó a un grupo de jugadores repartidos por varios equipos de Arabia y el Golfo Pérsico y se los llevó a entrenar a Jordania. La tarea no fue nada fácil. El titular de una entrevista publicada por el Marca lo dejaba claro. "Firmé y mataron a mi fisioterapeuta". Vieira contaba que al principio "los jugadores no se dirigían la palabra por la división sectaria que arrastraban" y que "en los entrenamientos se pegaban entre ellos". Pero una vez más el balón hizo el milagro.

En ese periodo que algunos iraquíes llaman ahora "la siesta", a comienzos de verano de 2003, antes de que la insurgencia tomase la iniciativa con sus atentados suicidas y cuando los americanos aún cantaban victoria, el Ejército de Estados Unidos organizó un partido de fútbol en Bagdad entre un equipo iraquí y otro de los militares con ánimo de confraternización. Como dijo el oficial al mando en un estadio sin público y ante unos centenares de soldados norteamericanos y un puñado de jeques de estómago agradecido: "Vuelve el fútbol, vuelve la normalidad". Los jugadores iraquíes aplastaron al grupo de hispanos que había reunido el Ejército americano con un 11-0. Fue la primera victoria en una guerra que aún espera el pitido final.

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