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Crónica:IDA Y VUELTA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Inmensas minorías

Antonio Muñoz Molina

El público es el espejo en el que se mira la obra de arte: sabemos más sobre ella observando a las personas que se detienen a mirarla, las que abren un cierto libro o escuchan una música o caminan intrigadas y atentas en torno a una escultura. En su admirable transposición al cine de La flauta mágica, Ingmar Bergman ocupaba enteros los minutos de la obertura fijando la cámara en las caras de los espectadores, deteniéndose unos momentos en cada una de ellas, deslizándose luego de unas a otras para mostrar esa rara combinación de experiencia solitaria y emoción compartida que vive el que se sienta en la butaca de un teatro. Todos los espectadores escuchaban la misma música delicada y jovial y eran instantáneamente tocados por ella, pero cada uno, visto en primer plano, lo estaba viviendo de una manera única, confortado por la cercanía del grupo pero no sumergido ni borrado por él: cada cara tenía una actitud de escucha distinta, a cada persona la música le estaba llegando en un estado particular de ánimo y en una edad de la vida. Pero en todas, en los hombres y en las mujeres, en los más jóvenes y en los todavía maduros y en los ya instalados en la vejez, había un temple común de complacencia y de expectativa, un dejarse llevar que no incluía la abdicación del propio gusto ni de la inteligencia. Sólo mostrando las caras del público que la escuchaba Bergman estaba revelando algo sobre la música de Mozart: su celebración fundamental de la razón y la cordialidad humanas, la suma de puerilidad y de refinamiento en la que se basa lo mejor que somos, o que podríamos ser; y también el carácter democrático del arte, que se ofrece por igual a todos los que eligen prestarle atención y le pide a cada uno que lo reciba a su manera y lo premie o lo castigue según su gusto secreto, no según las ordenanzas del que manda o los dictámenes del entendido. Me acuerdo del público sueco de aquella Flauta mágica mirando a mi alrededor mientras espero a que comience el concierto del Cuarteto Vertavo un lunes de marzo, en el auditorio de la ampliación algo galáctica que le hizo Jean Nouvel al Reina Sofía. El auditorio es grande, cuatrocientas butacas, pero ya está casi lleno, y sigue entrando público. Cada lunes, sin ninguna publicidad muy visible, sin que ningún medio se desviva por hacerlo saber, en el Reina Sofía hay un concierto de música contemporánea, programado por el compositor Jorge Fernández Guerra. Cada lunes músicos casi siempre jóvenes y siempre de primera fila exploran el continente ignorado de esa música que se hace ahora mismo: la más cercana en el tiempo a nosotros, y sin embargo la más inaudible, porque muchos aficionados al repertorio clásico la huyen, y porque tampoco tiene sitio en el papanatismo de lo cool, en la vacua beatería de la tendencia y de lo último. Pero miro a mi alrededor, a la gente que llena esta tarde el auditorio, y las caras que veo me alegran el alma, como cuando he ido a los conciertos de música del siglo XX del Círculo de Bellas Artes: hay caras muy jóvenes y caras ancianas; hay modernos de patilla larga y pantalón estrecho que saltan de una fila a otra y caballeros melómanos que suben por las gradas con lentitud majestuosa; hay esas señoras de mediada edad que frecuentan por las mañanas los museos asintiendo con interés a las explicaciones de los guías y esas muchachas de expresión alerta que lo mismo pueden estar preparándose para tocar el fagot o para convertirse en escultoras o en novelistas. Hay, en fin, de todo, gente experta que sabe a lo que viene y aficionados curiosos que aspiramos a descubrir algo, a formarnos el gusto no sólo con lo ya conocido sino con lo inesperado.

Aplaudimos hasta que nos duelen las manos. Aplaudimos lo que conocíamos y nos pareció nuevo y lo que desconocíamos y nos da la pista para descubrimientos futuros
Habría más público si fuera mejor la educación, y si los medios prestaran cotidianamente un poco más de atención a lo que no lleva el sello instantáneo de la moda

Lo conocido esta noche, al menos para mí, es Stravinski y Webern; lo inesperado, los dos compositores vivos del programa, sobre los que no sé nada, la británica Judith Weir y el danés Per Norgard. Para el rudo esnobismo hispánico que desdeña cualquier cosa que no sea la última moda no debe de haber nada más risible que la idea de un cuarteto de cuerda, ancianos moribundos en frac tocando música de muertos para un público de carcamales elitistas. El Cuarteto Vertavo son unas sonrientes noruegas de una media de treinta y tantos años, vestidas con una formalidad singularmente moderna, dotadas de una energía expansiva que arrebata tanto como su impetuoso virtuosismo desde el instante en que sujetan los mástiles de sus instrumentos y rasgan las cuerdas con sus arcos. Oídos en disco, los Cinco movimientos de Webern pueden ser prodigiosos y también abstractos. Pero la música se hace espacial y visible en la interpretación igual que la palabra en el teatro: viéndolos tocados por las mujeres del Cuarteto Vertavo se empieza a entender de verdad toda la compresión tremenda que hay en esa música, la tensión física requerida y expresada por ella de modo que tantas cosas puedan caber en algo menos de once minutos interrumpidos cuatro veces por el silencio, desde la percusión más ronca hasta la quebradiza melodía, desde la complicación suprema del contrapunto a la pura sensación táctil de una materia áspera que se pulsa o se roza.

Aplaudimos hasta que nos duelen las manos. Aplaudimos lo que conocíamos y nos pareció nuevo y lo que desconocíamos y nos da la pista para descubrimientos futuros. No sé si algún periódico habrá hecho la crónica de ese concierto memorable. No sé si los que ahora llaman cazadores de tendencias reparan en la clase de público que llena los lunes el auditorio del Reina Sofía, que se parece mucho al que acude en masa a ver la exposición contigua de Picasso, o la de Velázquez en el Prado, o la de Modigliani en el Thyssen, el público que llena las funciones de Tío Vania en el María Guerrero y del Rey Lear en el Valle-Inclán, el que hace que Vasili Grossman y Stefan Zweig sean dignos éxitos de ventas y vuelve taquilleras películas tan agrias como Cuatro meses, tres semanas, dos días o En el valle de Elah: una minoría, desde luego, pero una minoría inmensa, variada, democrática, llena de curiosidad y bastante limpia de prejuicios, que se pasea por Arco lo mismo que por el Prado y puede admirar a Carmela Soprano y a Emma Bovary, que desmiente por igual las jeremiadas a lo Juan Goytisolo o Saramago sobre la perversidad del mercado que el cinismo canalla de los proveedores televisivos de inmundicia, así como la superstición de que todo lo que no sea gastronomía o pases de modelos es un anacronismo. Hay una inmensa minoría que ama la literatura, el arte, la música, que lee periódicos y compra libros. Si no es más amplia no es porque sea elitista, ni porque las cosas que le gustan no sean accesibles, o porque a la gente joven sólo le interesen las nuevas tecnologías audiovisuales. Habría más público si fuera mejor la educación, y si los medios prestaran cotidianamente un poco más de atención a lo que no lleva el sello instantáneo de la moda.

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