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Reportaje:EN PORTADA | Reportaje

Juego y cultura

Proponer, probar y sostener la tesis de que fútbol es cultura precisa, en primer lugar, de una definición acertada del término "cultura", para lo cual el sentido común indica acercarse al diccionario. Arrimémonos entonces, ¡oh temerarios!, al camposanto de la RAE, y destaquemos la tercera acepción empleada: "f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.".

Vaya, al parecer "cultura" lo abarca todo -¡incluso el "etc."!- para los académicos de sillón, certeza significativa que en la realidad no hace más que amplificar una ambigüedad que poco colabora a la hora de desanudar la humilde tarea aquí emprendida.

Al hilo del pensamiento del gran Claude Lévi-Strauss, elaboremos una definición desde el 'potrero'
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Leído lo leído, podríamos ser más responsables y acudir a Lévi-Strauss, que en su Antropología estructural señala que "la cultura no consiste sólo en formas de comunicación que le son propias, como el lenguaje, sino sobre todo en reglas aplicables a toda clase de juegos de comunicación".

¡Por fin un académico en movimiento que asocia cultura a juego!

Al hilo del pensamiento del gran Claude, que nos ha obsequiado un balón de gol para, como metaforizaría Menotti, "pasárselo a la red", elaboremos una definición desde el potrero, es decir, desde esa porción de infancia dibujada felizmente por Villoro en Dios es redondo, aquel reino primigenio en el que "bajo una lluvia oblicua o un sol de justicia alguien anota un gol como si matara un leopardo". Entendamos pues la "cultura" como la capacidad que tiene el ser humano, armado de voluntad y poder, de afirmar el yo construyendo algo donde nada se oía, estadio al que por supuesto debe estarle prohibida la entrada a cualquier tipo de billete de compraventa.

Así definida, la cultura se juega en el aprendizaje de una soledad propia que nos permita relacionarnos con la conquistada entereza de los demás, fabricando, en el caso que nos ocupa, un balón hecho de calcetines anudados, una portería con dos montoncitos de arena, un larguero celeste a la altura del azar...

Del mito al rito (y viceversa). Habitualmente se relaciona el fútbol con un sinnúmero de conceptos vinculados a la Cultura, escrita con mayúscula. Emulando al Diego, que tenía ojos en la nuca, echemos un vistacillo panorámico al verde césped para, como Él solía, hacer fácil lo difícil con la cabeza levantada y la pelota pegada al pie.

Siguiendo al genio de Durkheim, el eminente pensador Norbert Elias asegura con conocimiento de causa, en Deporte y ocio en el proceso de la civilización, que resulta un hecho sociológico de primer orden comprender que numerosos deportes hundan sus raíces en la religión, y que es preciso recordar que "nunca ha existido sociedad humana sin algo equivalente a los deportes modernos". En esta línea, ahora que está sentado a la vera del Señor, el extrañado Manuel Vázquez Montalbán podrá corroborar las impresiones que en la tierra vertió asociando, en Fútbol. Una religión en busca de un Dios, el fútbol con la religión laica más cuidadosamente fabricada por el sistema; reflexiones que, como a todos los amantes del padre de Carvalho, habrán influido entre otros a Enric González cuando comenzó y terminó de trazar, a base de pinceladas y de patadas, de catenaccio y apuestas ilegales, el ajustado mapa de una disparatada Italia en Historias del calcio.

Para Vicente Verdú, que en Fútbol. Mitos, ritos y símbolos disecciona, con el poético escalpelo al que nos ha generosamente acostumbrado, todo aquello que nos regala y que nos vende el fútbol, "los equipos de una ciudad o de un país actúan como figuras totémicas". En sus páginas ni siquiera se salvan de la quema las porterías, cuando apunta por ejemplo que "un poste quemado es, en la tradición primitiva, el símbolo de la muerte y los postes de las porterías de fútbol se han cubierto tradicionalmente, para aumentar su visibilidad, con un zócalo de cuarenta centímetros de pintura negra: la marca de haber ardido". Dirá a su vez Verdú que, entre el saludo de manos inicial de los jugadores y el intercambio final de camisetas, transcurre la liturgia del partido, atrapado entre dos ritos que "depauperan su categoría de acontecimiento".

Por otra parte, en numerosos textos encontramos análisis que indican que el futbolista de hoy se ha convertido en la resurrección, vivita y coleando, de antiguos héroes mitológicos, o que el balón rodando -"brújula siempre estropeada que tiene las propiedades del imán y del chupete", como alguna vez me gustó escribir- actúa como un laberíntico hilo de Ariadna que sobrevuela la siempre compleja relación transferencial entre padre e hijo.

Sin embargo, es en el interior del juego del fútbol donde, en definitiva, se decide su ser cultural; es al abrigo de sus entrañas donde tenemos que descender, ¡oh valerosos!, para encontrar esa cultura que se escribe con minúscula y que así se transforma en cercana, en posible, en nuestra. Porque, como avisa Joyce Carol Oates en su obligatorio Del boxeo, "es el ser ancestral y perdido lo que se busca, por vanos que sean los medios. Como esos residuos de sueños de la niñez, que año tras año continúan eludiéndonos sin ser nunca abandonados, y mucho menos despreciados".

Y en las entrañas de la vida está la infancia.

Del juego a la vida (sin viceversa).

En el ámbito del potrero la inocente picardía no se ha transmutado, ¿aún?, en malicia industrializada. Quizás queriendo irse por esta misma banda y expresar un deseo nada pueril, en 'La identidad de los clubes de fútbol', magnífico artículo incluido en Cultura(s) del fútbol, un sagaz Galder Reguera se atreve con todo(s) para desmentir la trivial, la peligrosa asociación que suele hacerse entre el fútbol y la guerra, sentenciando por toda la escuadra: "El fútbol es diametralmente opuesto a la guerra. Por más que determinados equipos se entiendan como enemigos irreconciliables, no hay en ningún caso un anhelo de desaparición del otro. Sin él, no hay partido. El mismo acontecer del juego parte necesariamente de la base de la consideración de igual a igual entre los contendientes, aun cuando se formulen como enemigos irreconciliables".

De este modo, es en el interior de la infancia donde el fútbol se produce realmente como juego, como acontecimiento cultural relevante. Es alegría y risa, propiedad exclusiva del homo ridens que describiera Aristóteles; es libertad y misterio, propiedad intransferible del homo ludens que atrapara Huizinga en Homo ludens. El juego y la cultura. Así jugado, el fútbol cristaliza -diría el fantasista Dante Panzeri, que en Fútbol, dinámica de lo impensado nos pone el centro en la cabeza- como "la más perfecta introducción al hombre a la lección humana del cooperativismo, ya que una de las leyes naturales del fútbol que más hermoso lo hace es aquella de que todos necesitan de todos y nadie puede subsistir por sí solo".

Cuando se juega desde las entrañas el fútbol, consumado arte del imprevisto por sobre todo los previstos, nos recuerda al maravilloso juego de Alicia, donde "el terreno de juego era un campo surcado de ondulaciones, las bolas de croquet eran erizos vivos, tan vivos como los pájaros flamencos que con sus largos cuellos hacían las veces de mallos". Se trata -corramos antes del final de este encuentro a por el balón de oxígeno y sabiduría que Gilles Deleuze nos pasa al vacío en Lógica del sentido- de un juego "ideal" en el que "no hay sino victorias para los que han sabido jugar, es decir, afirmar y ramificar el azar, en lugar de dividirlo para dominarlo, para apostar, para ganar; un juego que sólo está en el pensamiento y no tiene otro resultado sino la obra de arte".

Cher Gilles: ese juego está en el pensamiento, en la obra de arte

... y en el potrero y la infancia (que son lo mismo).

Pablo Nacach es sociólogo y escritor. Es autor de Fútbol. La vida en domingo (Lengua de Trapo, 2006) y recientemente ha publicado Mascaras sociales: las relaciones personales en el mundo actual (Debate, 2008).

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