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Reportaje:IDA Y VUELTA

Libertad de la novela

Antonio Muñoz Molina

Una novela es la libertad. El acto físico de abrirla es tan simple, tan rotundo, tan cargado de sentidos posibles, como el de abrir una puerta, una puerta de salida y una puerta de entrada. Hasta la tapa del libro parece una puerta que se abre. Salimos de algo y entramos en algo, cruzamos un umbral que se despliega entre nuestras manos, y al principio, como en algunos lugares misteriosos, nos encontramos en la sombra, y sólo gradualmente se acostumbran los ojos a la nueva claridad que irradia del interior del libro. En la casa de veraneo de sus abuelos Proust se encerraba a leer en un retrete con una pequeña ventana desde la que veía el campanario del pueblo. Juan Carlos Onetti leía de niño encerrado en un armario, a la luz de una linterna, acompañado por un gato al que acariciaba tan silenciosamente como pasaba las páginas, y decía que la causa de su mala vista era haber gastado los ojos leyendo en aquel refugio. Muchas tardes de verano yo he leído en un granero lleno de trigo recién cosechado, y en el tacto del papel había residuos del polvo de la trilla.

Empezar a leer se parece mucho a empezar a escribir: es encontrar un hilo y seguirlo, escuchar una voz y dejarse hechizar

Pero no siempre logra uno ese estado de encierro gustoso, de inmersión en aguas muy profundas, ese fervor de libertad en el interior de una novela. Tan necesarias como el libro en sí son las circunstancias: muchas páginas y mucho tiempo por delante, sin distracciones, sin estorbos, con un grado de concentración que según nos dicen cada vez es más difícil, pero sin el cual la experiencia integral de la novela no llega a cumplirse. A lo largo de dos viajes sucesivos en tren y de las ocho horas de un vuelo transatlántico yo he tenido esa oportunidad de lectura perfecta, y también la suerte de haber hallado el libro preciso para satisfacerla, una novela recién publicada que un amigo me trajo de Londres justo cuando preparaba el equipaje, The Winter Vault, de Anne Michaels.

Yo no sabía nada de esta autora. Tan sólo recordaba el título de una novela anterior, Piezas en fuga, que tuve en casa y no leí cuando se publicó hace años en español. Después he sabido que no es partidaria de dar demasiada información sobre su propia vida para que ese conocimiento no interfiera en el encuentro del lector con el libro, que debería ser lo más limpio posible. "De verdad creo que leemos de manera distinta un libro cuando sabemos incluso los detalles más banales de la vida de su autor", ha dicho. Es verdad que yo me he beneficiado de mi ignorancia: el deseo de la lectura lo despertó el título de la novela, La bóveda de invierno, y también un indicio sobre el argumento: en 1964 un ingeniero recién casado viaja con su mujer a la región del Alto Nilo para trabajar en el salvamento del templo de Abu Simbel, que habría sido anegado por las aguas de la presa de Asuán. Nada más. La libertad de la novela es también nuestra potestad de entrar en ella sin obligaciones ni prejuicios y decidir soberanamente si seguiremos leyendo o la dejaremos al cabo de unas páginas, porque en ese reino privado no obedecemos a nadie ni nos dejamos coaccionar por la opinión de otros que parezcan saber más y ni siquiera por la presión inmensa de lo que parece gustarle a todo el mundo. De nuestras preferencias o rechazos soberanos no tenemos que dar cuenta a nadie. La novela existe para nosotros en ese espacio de intimidad que nos protege tras la puerta cerrada de la lectura.

En el fondo, empezar a leer se parece mucho a empezar a escribir: es encontrar un hilo y seguirlo, escuchar una voz y dejarse hechizar y guiar por ella. La voz de Anne Michaels, despojada de biografía, de información, de prejuicios a favor o en contra, empecé a escucharla con una claridad singular cuando abrí su novela junto a la ventanilla del tren que me llevaba al norte, y luego me acompañó en la habitación de un hotel y en otra travesía de vuelta por los verdes cantábricos que se disolvían después en los ocres y amarillos de las llanuras de Castilla. Subí al avión y en cuanto me abroché el cinturón de seguridad ya abrí la novela para que la voz me acompañara, y mi viaje sobre el Atlántico se correspondía con los que emprenden los personajes de la novela, el ingeniero Avery y su mujer, Jean, sus idas y vueltas entre Canadá y Egipto, entre el dulce amor compartido y la desgracia y el remordimiento, y también los viajes que se cuentan el uno al otro, los que se enredan con sus vidas y los que les dieron origen y permitieron que se encontraran. La voz de la novela está hecha en realidad de muchas voces que se escuchan también en ella, y que no se pierden en el clamor general, tan poderoso sin embargo como el de los ríos que alimentan literalmente el fluir de la trama, el San Lorenzo, en Canadá, el Nilo, y de golpe -con esa sorpresa de la lectura que sólo es plenamente efectiva cuando se carece de información previa- el Vístula, el río de Varsovia. En 1945, al otro lado del Vístula, las tropas soviéticas permanecían detenidas mientras los alemanes aplastaban sanguinariamente la sublevación de los polacos y mientras metódicamente minaban y demolían una ciudad entera ya convertida en cementerio.

"No hay dos hechos tan apartados entre sí que no puedan juntarse", dice uno de los héroes de la novela, otro ingeniero, el padre de Avery, que alentó en su hijo desde que era niño el amor por las máquinas y por las grandes obras públicas, por la capacidad humana de comprender y transformar el mundo. La nieve de las cumbres que se ven a lo lejos desde el interior de una selva africana será luego el agua del gran río que fluye por el desierto. El empeño colosal de domar su corriente para que haga fértiles campos de cultivo y produzca la electricidad que mejorará las vidas de millones de personas también traerá consigo una escala de destrucción formidable: paisajes, aldeas, formas de vida, mundos enteros arrasados, miles o centenares de miles de otras personas que son despojadas de todo sin que se les pida su opinión en nombre de un progreso del que ellas no se benefician. Los ingenieros desmontan piedra por piedra el templo de Abu Simbel y lo reconstruyen en otra parte, pero el templo ya es una falsificación. Terminada la guerra la Ciudad Vieja de Varsovia es levantada de nuevo por los supervivientes, pero cuando más se parece a la que fue destruida más mentiroso resulta el simulacro.

La novela es la libertad: Anne Michaels acumula en la suya vidas inventadas, hechos históricos, informaciones sobre ingeniería y sobre botánica, exactitudes de la poesía y de la ciencia, y en esa acumulación hay un desbordamiento de abundancia y un rigor de arquitectura sin peso. La puerta de la novela da a las latitudes del mundo y a las bóvedas más secretas de la experiencia humana.

Piezas en fuga. Punto de Lectura. Madrid, 2001. 400 páginas. 7,60 euros.

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