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LECTURAS COMPARTIDAS
Columna
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Nuevas y buenísimas

Rosa Montero

Llevo treinta años publicando ficción, y en este tiempo he leído innumerables textos de escritores novatos. Cuentos y novelas y capítulos sueltos que la gente me ha pedido que mirara. Muchos eran malos, bastantes tenían cosas interesantes, unos pocos estaban francamente bien. Algunos de los noveles que hace tiempo leí se convirtieron después en escritores profesionales y publicados. La narrativa es un oficio tenaz, un trabajo tan lento como la construcción de una estalactita, y con el tiempo he visto crecer literariamente a esos jóvenes que antaño ya mostraron buenas maneras. Siempre ha sido un crecimiento orgánico, natural; una mejora razonable y sutil. A la gente le gustan los cuentos de hadas, los triunfos artísticos instantáneos, esas mentirosas escenas de película en las que un cobrador de autobús demuestra de repente que pinta tan bien como Velázquez o una solterona rarita rompe a cantar como los ángeles. Pero en la vida real no existen estas apoteosis tipo Hollywood (salvo prefabricadas, como en el patético caso de la pobre Susan Boyle), y menos aún en la narrativa.

Los relatos de Labari son un minucioso recuento de los miedos, las soledades, las mentiras y las necesidades sentimentales de las personas

Y, sin embargo...

Ya se sabe que no hay una vara de medir por la cual se pueda decir sin discusiones si un libro es bueno o no. Dos lectores igual de preparados son capaces de disentir furiosamente sobre la misma novela, que a uno le puede parecer maravillosa y al otro un verdadero bodrio. Todo esto lo sé bien y, sin embargo, unas pocas veces en mi vida, muy pocas, he leído textos de autores novatos que han explotado ante mis ojos como una supernova. Textos que han llegado como un viento de fuego trayendo la promesa, al menos para mí, de un escritor formidable. Casualmente, dos de estas raras obras luminosas han coincidido ahora en su publicación en España. En su debut como autores. O, mejor dicho, como autoras, porque se trata de dos mujeres.

Una es Nuria Labari. Acaba de cumplir treinta años y hará cosa de cuatro o cinco leí sus primeros cuentos y me dejó pasmada. Eran historias crueles, originales, maravillosamente escritas desde no se sabe qué extraño lugar de la conciencia. Relatos de adolescentes o de niñas a medio camino del humor y el horror. Me enganchó de tal modo su voz personalísima que fui leyendo y releyendo una y otra vez durante todos estos años sus textos mercuriales, mientras ella iba madurando y mejorando. Mientras sus personajes iban creciendo y se ahondaba su desolación y su ironía. También vi cómo Nuria presentaba una y otra vez los relatos a diversos premios, sin conseguir jamás ni la menor mención. Cosa que a decir verdad no me extrañó: su obra es demasiado distinta, demasiado buena para ser apreciada por un jurado de gustos convencionales. Hasta que, al fin, Labari seleccionó trece de sus cuentos y formó con ellos un volumen titulado Los borrachos de mi vida. El libro ganó el último Premio de Narrativa de Caja Madrid y lo acaba de editar Lengua de Trapo.

Los relatos de Nuria Labari son un minucioso recuento de los miedos, las soledades, las rutinas, las mentiras y las necesidades sentimentales de las personas. Es tan aguda, tan afilada en su observación del comportamiento humano, que a veces tienes la sensación de estar asistiendo a una autopsia practicada en vivo. A una clase de anatomía patológica afectiva. Te ríes mucho con los cuentos, viendo esos hígados tan negros; y también te estremeces, al reconocerlos como algo cercano. Una de sus protagonistas habla de los inicios de su relación con un hombre: "Cuando llegué a su apartamento estaba sentado en el sofá mirando fijamente un huevo duro que se había servido directamente sobre la mesita del centro. En una esquina había fútbol, en un aparato de quince pulgadas, que parecía una radio con pretensiones en el salón vacío. (...) Un hombre tiene que estar muy mal para poner el fútbol en una tele tan pequeña y no bajar al bar". De alguna manera los cuentos de Labari se mueven en la aplastante vacuidad que gira en torno a un desolado huevo duro.

La otra autora tiene 36 años, se llama Myriam Chirousse y es de nacionalidad francesa, aunque ha vivido largo tiempo en España. La contraté como profesora hace cinco años, para refrescar mi oxidado francés, y a la tercera clase me dijo que escribía. Que llevaba doce o trece años redactando una inmensa novela con cientos de páginas. Le pedí que me trajera una muestra, más por cortesía que por verdadera curiosidad; y al día siguiente Myriam llegó con una carpetita con los primeros capítulos. Fue un descubrimiento, un rayo fulminante. Amor a primera vista con el texto. La novela de Myriam es una historia neorromántica y neogótica, una tempestad de palabras y emociones. Un libro de desaforadas aventuras. Con el trasfondo de la Revolución Francesa, dos personajes se encuentran y se pierden, se aman y se odian, se hieren y se perdonan. El relato se agita entre tus manos como un mar bravío, a veces jubiloso, a menudo sombrío. También en este caso fui leyendo durante dos años, en francés y capítulo a capítulo, la redacción final de esta novela. Ahora el libro, que se llama Vino y miel, acaba de salir en Francia con estupendas críticas (Miel et vin, Buchet Chastel); y será publicado en España en octubre en la editorial Alfaguara. No lo olvides.

Sí, ya sé que la calidad de un libro no es algo objetivo. Que a mí me puede gustar lo que tú odies. Sin embargo, siento una rara certidumbre sobre el talento de estas dos escritoras. Son nuevas, son jóvenes y todavía les queda mucho por aprender. Pero cuánta fuerza tienen, las malditas.

Los borrachos de mi vida. Nuria Labari. Lengua de Trapo. Madrid, 2009. 192 páginas. 18,20 euros. Vino y miel. Myriam Chirousse. Se publicará en Alfaguara en octubre . Miel et vin. Buchet Chastel. París, 2009. 544 páginas.

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