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Columna
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Palíndromos

Doce números. Doce cómic-books, reconvertidos hoy en la docena de capítulos que componen eso que llaman una novela gráfica, pero que en su día pararon durante su año de publicación el reloj de todo un género. Nada fue lo mismo tras Watchmen, se dice. Y es verdad.

Alan Moore compuso una obra inconmensurable, un reto contra el tiempo en el que un antiguo proyecto de resurrección de héroes ya caducos evolucionó en mucho más que la reescritura completa de un género. Acompañado de Dave Gibbons a los dibujos y John Higgins como colorista, plasmaron una obra que partía de una excusa argumental simple -la famosa fantasía de la invasión alienígena de Ronald Reagan- para componer un atrevido ejercicio en el que el guionista ensayaría diferentes recursos narrativos del lenguaje del cómic. Una propuesta singular, que se iniciaba usando una estrategia casi tópica -tan antigua como Agatha Christie-, para enganchar desde las primeras páginas a un lector que no era consciente de cuál iba a ser el destino de su viaje. Ingenuamente, mientras se imaginaba estar leyendo un thriller de superhéroes, la realidad comenzaba a mostrarse en toda su complejidad, en un inmenso fractal de viñetas en el que cada minúsculo detalle era fundamental para ir construyendo un edificio inmenso, en el que Moore ensayaba juegos de espejos, palíndromos imposibles y relojería de precisión; retándose a sí mismo y al lector en cada página. Poco a poco, el experimento fue tomando vida propia y, como el Dr. Manhattan, las diferentes partes dispersas construyeron un todo autónomo, con entidad propia y definida. Watchmen lanzaba una propuesta formal rotunda, de una dificultad nunca antes ensayada en el cómic, que encontraba sentido muy por encima de aquella excusa con que se inició, transformándose en un discurso metalingüístico coherente sobre el propio género que, sin renunciar a un fuerte compromiso crítico, redefinía el concepto de superhéroe y lo engarzaba a la realidad volviendo la vista atrás en busca de sus referentes originales, desde la mitología clásica a Philip Wilye, madurando a la fuerza un género que se resistía a salir de su adolescencia. Pero, sobre todo, conseguía una contundente declaración de las posibilidades de la narración gráfica, un arte invisible de características imposibles de exportar a otros medios.

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Frank Miller había abierto el camino, pero Watchmen lo desarrolló y exploró con tal brillantez que casi lo dejó exhausto, estableciendo las bases de una renovación formal y temática que, por desgracia, muchas veces sólo fue entendida superficialmente por las legiones de imitadores de esos míticos doce números.

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