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Reportaje:VÁMONOS AL DIABLO

Pesadillas de la Bella Durmiente

De la ceremonia que ofician quienes observan, desean o poseen mujeres dormidas. O escriben sobre ellas

Se percibe afuera cierta inquietud, casi diría que temor. Es una sensación inusual aquí, en la Universidad de Cornell, donde empiezo a escribir esta nota. El campus queda aislado en medio de los grandes bosques del norte del Estado de Nueva York, y la nieve que desde hace días cae sin parar sume a la realidad en una blancura silenciosa, como de cuento de hadas, e inspira en mí, como puede verse, emocionadas frases hechas sobre el paisaje invernal, disculpables sólo en el caso de quienes hemos nacido en el trópico y descubierto la nieve a través de postales de Navidad.

Por lo general, nada perturba la lectura o la grata conversación en este lugar apacible y privilegiado, donde las puertas no se cierran con llave y la principal causa de muerte violenta son los ciervos, criaturas tímidas que no le hacen mal a nadie, pero que en cuanto atraviesan la carretera, impredecibles y veloces, pueden ocasionar fatales accidentes automovilísticos.

Todo acaba en muerte en este ritual lujurioso y prohibido, que transgrede las leyes humanas y las pautas del tiempo

El resurgir de los rumores ha venido a alterar la calma de estos días. Otra vez se oye hablar, aquí y allá, de la inquietante presencia de un hombre, de raza negra según unos testimonios, de raza blanca según otros, que de noche atisba por la ventana de los dormitorios de las estudiantes, o incluso penetra en ellos y permanece allí, agazapado e inmóvil, mirándolas dormir. Todo ello resulta extraño, dado que el esquivo observador del sueño ajeno ya cayó preso; lo atraparon hace más de un año y ahora paga condena por el sonámbulo delito de saciar su lascivia, o vaya a saber qué oscuros anhelos, en la contemplación de niñas dormidas e inalcanzables.

Fue grande la sorpresa cuando, tras su captura, se supo que se trataba de alguien a quien las agredidas conocían; un tipo escuálido, casi invisible, de pelo pajizo y suplicante mirada acuosa, que trabajaba como mesero en una de las cafeterías del campus. Casado y padre de cuatro hijos, todos lo habían creído inofensivo, como un ciervo. ¿Un ciervo de los que se atraviesan en la carretera cubierta de hielo a la media noche?

Saber que duermes tú, cierta, segura -cauce fiel de abandono, línea pura-, tan cerca de mis brazos maniatados, dice un verso de Gerardo Diego, citado por García Márquez en su relato El avión de la bella durmiente, espléndida variante moderna de antiguas leyendas de íncubos. Cabe imaginar que las niñas que el taciturno mesero asediaba de noche eran las mismas que en la cafetería le dejaban propina sin mirarlo. Si hubiera sido príncipe azul, a lo mejor en sus incursiones nocturnas hubiera podido despertarlas dulcemente del letargo con un beso en los labios, y a lo mejor ellas, tal como hicieron Blanca Nieves o la Bella Durmiente, lo hubieran aceptado por amante esposo. Pero siendo mesero, la cosa era a otro precio.

De poco parece haber servido su arresto, dado que ya otro íncubo merodea a sus anchas por las pesadillas del campus. Sin confesárselo a nadie, empiezo a sospechar que puede tratarse de Humbert. ¿Cuál Humbert? Pues Humbert Humbert, el protagonista de Lolita. La conjetura no es del todo gratuita, al fin de cuentas esa portentosa novela fue escrita aquí, en Cornell, donde Nabokov enseñó durante diez años literatura rusa. Y fue justamente en una de estas viejas casas de piedra, en medio de este mismo bosque, donde concibió al personaje de Humbert, profesor cuarentón, melancólico y monomaníaco, devorado por la obsesión de dormir con somníferos a la niña Lolita para poder acariciarla a su antojo.

Dice Mishima que entre las obras de los grandes escritores, las hay que pertenecen al anverso, o exterior, porque su significado está en la superficie, y que también las hay, de cuando en cuando, ligadas al reverso o interior. Estas últimas suelen mantener el significado oculto, y están cruzadas por tensiones extremas que someten al lector a una sofocante sensación de perplejidad y encierro. Lolita pertenece a esta categoría, junto con esa otra gran novela, a la vez hermética y luminosa, que también incursiona en el tema del letal erotismo del sueño: La casa de las bellas durmientes, del japonés Kawabata.

A su protagonista, el anciano Eguchi, le resulta tan aborrecible su propia vejez y tan intolerable la idea de su próxima muerte, que acude a una casa secreta donde paga para que le permitan pasar la noche tendido al lado de una hermosa muchacha desnuda. Al hacerlo revive; recupera energía al bañarse en el tenue resplandor que emana de la fresca piel de ella. Los papeles se invierten durante las noches alucinadas de la extraña pareja: el anciano exhausto recibe un soplo de vida, mientras que la joven se va hundiendo en las profundidades del sueño hasta asomarse a la muerte. "Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir, sino para morir", dice García Márquez, en su propia interpretación del tema.

Las delicias para Humbert y para el viejo Eguchi están en el sueño, mientras que el despertar marca el inicio de su pesadilla. Porque ante la niña dormida no hay culpa, vergüenza, ni miedo, y en cambio la niña despierta es testigo insoportable del oprobio. Ambos quieren perderse en el amor monstruoso por una muchacha borracha de sueño, desgonzada, accesible y expuesta... pero a la vez pura, y de alguna manera intacta. Es pura e intacta la niña hechizada, en la medida en que permanece ajena a la lascivia de que es objeto, y en cambio la niña despierta se convierte ante los ojos de quien la acecha en un ser sucio, vulgar y aún letal: con estos adjetivos se refiere Humbert a Lolita cuando fracasa en su intento de doparla hasta la inconsciencia. Después de poseerla confiesa estar experimentando "una opresión repugnante, como si estuviera sentado frente al pequeño fantasma de alguien a quien acabara de matar". ¿Qué es lo que Humbert ha matado en Lolita? Precisamente lo que pretendía amar en ella, su inocencia.

Al final muere Humbert, muere Lolita, muere la muchacha morena del libro de Kawabata. Todo acaba en muerte en este ritual lujurioso y prohibido, que transgrede las leyes humanas y las pautas del tiempo al parecer con un propósito último, que sería precisamente el de derrotar a la muerte.

Termino de escribir esta nota lejos de Cornell. Desde allá me cuentan por e-mail que ha dejado de nevar, que los temores se han esfumado y que nadie ha vuelto a perturbar la paz en los dormitorios de las estudiantes. Estoy ahora en Ciudad de México, y desde mi ventana se pueden ver con nitidez el enorme volcán Popocatepetl, y a su lado el Iztaccíhuatl, al que por su forma llaman la mujer dormida. Según la leyenda, el Popocatepetl es un guerrero que vigila el sueño de Mujer Dormida. Pero sospecho que esa leyenda debe tener más vueltas... no sé por qué empiezo a dudar de las intenciones de ese guerrero. -

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