_
_
_
_
_
EL RINCÓN
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Piedad a fuego lento

Alguna vez he sospechado que la genialidad es combustible y que lo que la enciende es el dolor. Tengo en mis manos el tercer volumen de Obras Completas de Juan Carlos Onetti, en la excelente edición de Hortensia Campanella y publicado en Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, y me preguntó en qué dolor de fuego lento se fueron incendiando las palabras de este escritor que vivió durante muchos años recostado en su cama, desdeñando el esfuerzo de caminar de un lado a otro con desasosegado narcisismo, como casi todos nosotros. ¿Cuál fue el dolor que ayudó a este tumbado puntiagudo e irónico a que en sus páginas las palabras españolas fuesen completamente verticales, rectas como revelaciones, erguidas como soldados de la sinceridad? Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994) tenía junto a su cabecera un cenicero omnipotente en donde echaba la ceniza de sus vertiginosos cigarrillos, entreverada con la ceniza inmunda de todo tipo de obediencia y con la ceniza gimoteante de todo tipo de esperanza: paladeaba con fruición paralela el sabor del tabaco, el nutriente del desengaño y el alimento de la insumisión. Daba gloria verlo fumar.

Al lado de su cenicero (un cachivache cilíndrico y enorme que habría servido para guardar paraguas, si es que Onetti hubiese temido alguna vez los chaparrones que les corresponden a quienes son incapaces de vivir sin coraje) solía tener una botella de vino o una frasca de whisky. Sólo al final de su carrera de bebedor de fondo condescendió a contemplar con sarcasmo y ternura la obcecación de un médico y se alejó del whisky, más con la condición de que el médico no intentase alejarlo del vino. Onetti sentía una vergüenza incontenible ante la posibilidad de que alguien de este mundo pudiese, alguna vez, acusarlo de la jactancia del abstemio. Un día, en su primer y fugaz viaje a España, su viejo amigo Guido Castillo y su reciente amiga Paca Aguirre lo llevaron a casa del doctor Paco Albertos. Algún dolor secreto, la lejanía de Santa María, el miedo escénico o cualquier otro motivo indescifrable bloqueaban su talento y no podía escribir la conferencia que se había comprometido a leer en el Instituto de Cultura Hispánica. Lo examinó el doctor, diagnosticó que el paciente estaba mijita intoxicado, y allí mismo preparó un suero, con el propósito necesario y perverso de inyectarlo en la sangre de Onetti. Se trataba de un cangilón de antietílica salvación que habría de desparramarse en el sistema circulatorio del narrador excepcional desde un recipiente colocado por todo lo alto, y a lo largo de la oquedad de una goma parecida a una esmirriada e infinita serpiente. Como es lógico, Onetti se negó. Hubo una discusión apoteósica. Una mujer tranquila, un amigo fraterno, un gran hombre de ciencia y un maestro argumentaron sin miramientos y sin eufemismos. Ardían la amistad y el lenguaje. Sólo cuando a Guido Castillo se le derramaron las lágrimas, Onetti consintió la intromisión del suero: lo había vencido la piedad. Pero para aceptar el tratamiento exigió que, mientras por una vena del antebrazo izquierdo se desplazaba la invasión del sórdido mejunje de farmacia, le pusieran en la mano derecha un buen vaso de whisky sin agua, sin hielo, sin tónica, como si por piedad hubiese consentido el asesinato del alcohol en su sangre, pero de ningún modo adulterar el que saboreaba desde el vaso con ademán arzobispal.

Acabo de escribir dos veces la palabra piedad. Es con esa palabra como debo terminar esta página de admiración y de nostalgia. Las palabras de Onetti están de pie y caminan a lo largo del tiempo porque él sufrió todo el dolor que siente un hombre compasivo ante los sufrimientos de esta especie desventurada, medio loca, sanguinaria, aterrada, siniestra, y acreedora de la indignación y la misericordia.

Félix Grande (Badajoz, 1937) ganó el Premio Nacional de Poesía con Las rubáiyátas de Horacio. Obras completas IIII. Juan Carlos Onetti. Cuentos, artículos y miscelánea. Edición de Hortensia Campanella. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Madrid, 2009. 1.123 páginas. ??? euros. , poeta y flamencólogo Su último libro es Lugar siniestro este mundo, caballeros (Calambur).

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_