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Poesía

Darío Jaramillo sostiene acerca de la poesía de su país que resulta tan cierto predicar su auge como su decadencia. Si cabe en ella la íntima y verdadera voz de José Asunción Silva, al lado se escucha la engolada entonación de un Guillermo Valencia; si se da la vocación de novedades de Luis Vidales o León de Greiff, también las pretensiones retrógradas de los integrantes de La Gruta Simbólica, que predicaban el regreso a una veta ultraortodoxa; si aparecen los nombres únicos y extremadamente originales de Luis Carlos López, Aurelio Arturo, Gaitán Durán, Carlos Obregón, Gómez Jattin, Giovanni Quessep o William Ospina, a la vez es fácil rastrear la tendencia a la escritura coyuntural, a la expresión medianamente correcta, la pulcritud sin riesgos o la enunciación sin sorpresas ante la que el propio Darío Jaramillo pediría la reducción higiénica de ese hinchado patrimonio.

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Esta pareja, éxito y fracaso, se simultanea en un territorio donde la poesía empieza por tener que desmentir la contingencia de su ser, su condición de lujo superfluo en medio de la barbarie cotidiana. El Bogotazo de 1948pasó casi desapercibido a una producción lírica que demostraba así su secular distancia con lo real. En un mundo desequilibrado, cruel y extremoso, el poema podría tomarse por una actividad minoritaria y evasiva, pero paradójicamente aparecía presente en la vida civil y en sus variantes más encomiásticas o banales, cuando se elegía un presidente, se celebraba un bautizo o se coronaba una nueva miss Colombia. Los jóvenes poetas, bien entrado el XX, seguían ganando ese vestigio fosilizado del XIX que son los juegos florales y corrían el riesgo de caer en la denunciada "bardolatría" que Eduardo Carranza juzgaba el peor mal poético. La lista de poetas elevados a la notoriedad del senado, la presidencia, la magistratura, hacía verdadero el dictamen de otro escritor presidente, Alberto Lleras, que consideraba condición inexcusable para ocupar el poder alcanzarlo por una escalera de alejandrinos.

Los errores poéticos, junto a los hallazgos, se cometen en Colombia de una manera tan palpable que José Martí la tenía por un precipitado ejemplar de todo lo peor y lo mejor en la lírica de América: una especie de calco representativo, paradigma de trayectorias comunes, valioso por el alto grado de visibilidad con que podían observarse a su través los problemas habituales de la poesía en español. Así, el éxito continental del modernismo es apoteósico en Colombia, que lo adopta como estilo patrio y lo preserva más allá de lo recomendable. En contrapartida, el conservadurismo de este país le permitirá organizar tácticas de resistencia hacia los ismos del veinte, que resultan modélicas en el estudio de la neutralización receptora de estéticas disidentes: en ninguna parte la hipocresía reaccionaria se las apañó tan bien para reducir a chiste y payasada sin consecuencias la provocación vanguardista. Y el dilema entre cosmopolitismo y autoctonía que dividirá en "metecos" o "vernáculos" a todos los poetas americanos, en Colombia se vivirá en términos definitivos de traición y patriotismo, con ejemplos intelectuales de universalidad inteligente y, a la vez, episodios del papanatismo extranjerizante.

Sorteando esas desmesuras, la poesía colombiana también serviría para caracterizar cumplidamente dos tonalidades fecundas en la escritura contemporánea: en ella cuaja como en ninguna otra el poema de la errancia, del sentimiento actual de la diáspora, y se construye verazmente el poema del desencanto de los poemas. Lo primero se observa de la mano del grupo Mito y de figuras tan subrayables como Héctor Rojas Herazo, Álvaro Mutis, Rogelio Echevarría o Fernando Charry Lara. Y lo segundo, por parte de la llamada generación desencantada o generación sin nombre, integrada desde posiciones muy divergentes por Elkin Restrepo, Juan Gustavo Cobo Borda, María Mercedes Carranza, Juan Manuel Roca, José Manuel Arango o Darío Jaramillo. Con la ayuda de ambos grupos y la participación desigual de los dadaístas Jaime Jaramillo Escobar o Mario Rivero, la poesía colombiana alcanza el más importante de los rasgos modernizadores, aquella desverbalización de la retórica que reclamara uno de sus polémicos críticos. Gutiérrez Girardot exigía la simplificación ontológica de la palabra, cierta tarea dificilísima de sustancialidad y esencialidad del discurso que a los poetas venideros les tocará aquilatar.

Esperanza López Parada es crítica.

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