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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Profecías deflacionistas

La amenaza de deflación es la nueva frontera del pánico económico. La raíz del miedo deflacionista es, como no podía ser de otra forma, la depresión de 1929, una crisis en cuyo origen aparecen episodios de hundimientos de precios que los economistas exquisitos atribuyen a excesos de la oferta sobre la demanda después de la Gran Guerra y que, precisamente por ellos, tuvo una convalecencia difícil y prolongada. El pavor a la deflación explica la desaforada carrera por generar una liquidez de proporciones oceánicas iniciada por el tándem Bernanke-Paulson en EE UU, con resultados o éxitos perfectamente descriptibles hasta el momento. Una característica de los pánicos ancestrales es que no cesan hasta que aparecen otros nuevos, y, lo que es peor, se agudizan cuando aparece el menor síntoma que parece confirmarlos, como el hipocondriaco se alarma hasta la exasperación ante cualquier malestar momentáneo. Es inútil negar que el riesgo existe, pero se trata de calcular su probabilidad y las condiciones en las que ese riesgo puede multiplicarse o concretarse de forma catastrófica.

Para diagnosticar un estado de deflación no basta con que se produzcan tasas negativas de inflación de manera circunstancial; de hecho, es más que probable que en la zona euro se produzcan tasas de inflación negativas en mayo, junio y julio, y que una situación similar se produzca en España entre mayo y septiembre. La evolución de los precios en enero ya sugiere ese descenso, con la tasa interanual de inflación registrada del 0,8%, la más baja de los últimos 40 años. Esta caída se debe en parte a la depresión de la demanda de bienes y servicios y en parte a efectos estadísticos, es decir, la comparación con las subidas de precios causadas por el petróleo en 2008. Pero la deflación genuina y peligrosa requiere al menos una tasa de inflación negativa durante un año y la expectativa generalizada en todos los agentes económicos y mercados de que los precios van a seguir bajando de forma indefinida o durante un plazo indeterminado, de forma que se considera conveniente aplazar decisiones de consumo. Eso sucede en España con el mercado de la vivienda.

Ese estado de ánimo deflacionista es el que impide el crecimiento y tiene consecuencias devastadoras para todos aquellos agentes económicos que sufren un elevado endeudamiento. En Europa, la probabilidad de que se inicie una etapa deflacionista es muy reducida, aunque no debe descartarse sin más. Dependerá principalmente de la evolución del mercado crediticio. Si las instituciones financieras no canalizan esos océanos de liquidez servicialmente creados por los bancos centrales hacia el crédito, el retroceso de la demanda interna acabará por hacer buena la profecía deflacionista.

La probabilidad de deflación queda reducida además por la presunción de que los Gobiernos tendrán que generar, por las buenas o por las malas, liquidez suficiente para financiar los elevados déficit públicos que se esperan como efecto principal de los cuantiosos programas de estímulo económico y los costes sociales derivados de la recesión. El tratamiento del riesgo deflacionista es tan poco original como el de la propia recesión: estimular la demanda.

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