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Reportaje:ARCO 2009 | Entrevista

Riguroso absurdo

"La poesía debe ser seca, como la leña, para que arda bien", decía Octavio Paz. Y la dimensión poética en la obra de Esther Ferrer es así. Sobria, austera, minimalista, abstracta, ascética, dura, pero también leve, frágil, efímera, con un ligero perfume de ideas difusas que pervive en la memoria. Fuego y humo. Luego cenizas. Cenizas vanguardistas. Esther Ferrer (San Sebastián, 1937) lleva más de cuatro décadas dedicada al arte de crear situaciones insólitas. Las performances, que conocen hoy un nuevo auge, se llamaban acciones o happenings en 1967, cuando ella empezó. "El término que utilizábamos, en realidad, era teatro musical", recuerda. "Para nosotros, todo lo que hacíamos era música, en el sentido cageano del término", dice, aludiendo al compositor que redefinió el silencio. "John Cage piensa que si olvidáramos todo lo que nos han enseñado que es música, toda la vida se convertiría en música".

"La 'performance' es un híbrido, un hijo natural. Nadie sabe quién es su padre y su madre, aunque muchos lo reivindican"

En su piso de París hay un gran piano que cuesta descubrir detrás de todos los cuadros embalados que esperan para ser enviados a Madrid para su exposición en el stand de EL PAÍS en Arco. "Prometimos no invadir el salón, la zona común de la casa, con nuestros trabajos (su marido, Tom Johnson, es compositor), pero estos días ha sido inevitable", admite con resignación. Es un bajo en un antiguo edificio, con un luminoso patio de carruajes empedrado. Ferrer sube las escaleras hasta su estudio con una energía y una velocidad envidiables a sus 71 años. Es delgada, fibrosa, conversadora. Las dos habitaciones donde trabaja son pequeñas y están llenas de objetos, cajas, dibujos, libros. "Tom y yo todos los años elegimos los libros que no vamos a leer más y los sacamos a la puerta para que los cojan", dice. "No me gusta tener. No me gusta poseer objetos. Me gustaría tener menos. Con tener un techo me basta. Acumulo sólo obras de arte porque no me queda más remedio. Compro pocas cosas, ni ropa, ni nada. Comprar no me produce satisfacción ni seguridad. No me aporta nada. Consumir no me va a quitar la angustia de vivir, así es que para qué lo voy a hacer".

El año pasado recibió el Premio Nacional de Artes Plásticas. Un reconocimiento a la discreta y consecuente trayectoria de esta creadora de lo mínimo.

"Suelo decir que mi trabajo es un minimalismo basado en el rigor del absurdo", explica. "A mí me gusta mucho trabajar el absurdo, hacer las cosas muy simples. Cuando me pongo a pensar una performance, me paso el día quitando. No digo que sea una depuración, pero sí consiste en extraer todo lo superfluo, el adorno. No pretendo gratificar al espectador. Mi trabajo es muy seco muchas veces, más que sobrio. Y me gusta mucho el rococó y el barroco, pero para que lo hagan los otros. Incluso el expresionismo me interesa mucho como espectadora. Quiero que en lo mío todo salga de forma natural, casi solo. Como los números, 1, 2, 3? son maravillosos. No hay ningún drama. El drama, si quiere, se lo añade el que lo ve".

No debe haber resultado fácil empezar a cultivar algo tan radicalmente transgresor como las performances a mediados de los años sesenta en la España franquista. Se unió al grupo ZAJ, formado por el artista canario Juan Hidalgo, el músico italiano Walter Marchetti y algunos otros, que después dejaron el proyecto. "Por entonces yo estudiaba periodismo en Pamplona, en la universidad del Opus, de donde me echaron en 1968", recuerda. "José Antonio Sistiaga y yo habíamos creado el Taller de Libre Expresión Infantil en San Sebastián. Fue él quien me dijo que vendrían unos amigos suyos, llamados ZAJ, y que estaban buscando a una mujer para el grupo. Al final de la acción me pidieron que me uniera a ellos".

ZAJ empezó sus actividades hace 50 años, en 1959. Orientado más hacia la música de acción, instigaba la participación multidisciplinar. Desde la incorporación de Esther Ferrer, ZAJ se convierte en un trío y continúa haciendo sus acciones hasta 1996. Ese año el Museo Reina Sofía les dedicó una retrospectiva. Esta semana se acaba de inaugurar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid una exposición ZAJ de la colección de Francesco Conz.

Los escándalos y el desconcierto formaban parte de su estela. Hubo abucheos e indignación, por ejemplo, cuando se presentaron en Madrid, y el concierto anunciado consistió en una persona comiéndose una manzana en el escenario. Puro Cage. "Para hacer performance en esa época había que tener aguante. Aceptar que la gente, incluso la gente seria y cercana al arte, pensara que estábamos locos", afirma Ferrer. "Para un artista que quería ser respetable la forma de no conseguirlo era haciendo performance. A Juan y Walter, y a mí, nos importaba muy poco la imagen que dábamos o cómo podían considerarnos los otros".

En esos años realizó acciones como Íntimo e impersonal que, en una crítica a los concursos de belleza, consistía en medir su propio cuerpo o el de otras personas e ir diciendo las medidas en voz alta. Entre las más recientes está 1.863, presentada al año pasado en Madrid. La noticia de que 1.863 inmigrantes habían perdido la vida al intentar entrar en la Unión Europea, la llevó a pedir la participación de una veintena de personas que fueron contando lentamente las cifras hasta llegar a ese número. Después hubo un minuto de silencio. "Soy emigrante yo también", dice Ferrer, "y eso me hace especialmente sensible al problema".

No resultaba sencillo a ZAJ trabajar juntos. "Los tres vivíamos en ciudades distintas y era complicado. Cuando nos invitaban para alguna presentación llegaba cada uno con su idea un día antes o así. Eran acciones para una persona, para dos o para tres. Por ejemplo, Especulaciones en V, que hicimos muchas veces, es para tres. El secreto, de Juan, si se podía hacer con seis personas se hacía, pero si no se hacía con tres", explica. "No sé qué trayectoria habría tenido yo si no me hubiera encontrado con ZAJ. De todas formas, creo que me habría encontrado con el mundo de la acción. ¿De qué manera? El hecho de que fuéramos un grupo nos facilitó un poco a todos el asunto, se tiene más coraje y se afrontan mejor las reacciones. Artísticamente, además, estábamos absolutamente en la misma onda. Entre nosotros jamás se dijo 'qué tontería' a ninguna de las ideas que trajo el otro. Nosotros nunca hemos hecho obras comunes, cada uno hacía las suyas, aunque los otros podíamos participar. Eso nos daba una libertad enorme".

Pero la libertad, en esos años, estaba muy limitada. "En la época del franquismo todo lo que hacías tenía una lectura política. Hicieras lo que hicieras. Quedarte parada mirando al público durante un minuto o más provocaba que inmediatamente la gente empezara a gritar ¡libertad! u otras cosas, como pasó en los Encuentros de Pamplona de 1972. Es decir, hay muchas maneras de hacer arte político sin pasar por ser absolutamente explícito. De todas formas, en la España de entonces o eras una cosa u otra. No se podía escapar. Más que de tus ideas políticas -a mí nadie me preguntó las mías-, dependía de tu estética. Por eso creo que no he tratado asuntos políticos específicos. Igual me pasa con el arte feminista. Nunca he hecho arte feminista. Yo soy feminista en mi vida de todos los días. Y supongo que todo eso destiñe en mi forma de trabajar y en lo que diga. No impide que en un momento tenga una idea que me interesa y que puede interpretarse como arte feminista".

El hecho de vivir desde hace más de tres décadas en Francia también cuenta. Y contó desde antes. "Creo que la situación en la que vivíamos, con esa dictadura y con ese ansia de libertad, nos empujaba a buscar cosas nuevas. Viviendo a 20 kilómetros de la frontera, pues mis amigas y yo pasábamos mucho a Francia a comprar libros y revistas, ver películas en Hendaya. Lo que pasa es que, como aquella España era un desierto cultural, todo nos interesaba. Mi hermana (gemela) Matilde y yo nos íbamos a todas las conferencias. Aunque hablaran de las hormigas o de lo que fuera. No había nada que hacer en ese pueblo. Yo ya había vivido en París, a finales de los cincuenta, principios de los sesenta. Vine a estudiar y no estudié. Pero sí aprendí mucho. Vi infinidad de exposiciones, muchísimo cine, teatro. Era una época en la que todo nos interesaba".

Vivía el mundo del arte y hacía dibujos, aunque sin grandes pretensiones. "A Oteiza lo conocíamos muchísimo. Nos recibía en la casa que tenía al lado de la frontera. Era encantador con nosotros, de una gran generosidad intelectual. Nos aguantaba y nos reíamos mucho con él porque era divertidísimo, genial, con una rapidez mental asombrosa", relata. Además de Cage y Duchamp, Ferrer cita otras influencias en su trabajo. "Una de las filosofías que ha contado mucho en mi vida, a pesar de que soy completamente agnóstica, es la de Lao Tsé, el taoísmo. Me interesa también mucho la estructura del universo, la astronomía, las matemáticas", apunta.

"Veo mi paso del mundo de la plástica al de la performance como una continuidad. Proviene de la mentalidad más abierta que ya habíamos cultivado algunos en esa época. En realidad, la performance es un híbrido, y que dure... Es un hijo natural, nadie sabe quiénes son su padre y su madre, aunque muchos lo reivindican".

Para ella, es un arte abierto y por eso ha preferido con frecuencia realizarlo en la calle. "No es que me guste más la calle, pero creo que no se debe excluir como escenario de las acciones", dice. "La performance es como los vagabundos sin domicilio fijo. Me gusta esa idea y en muchas ocasiones he realizado acciones en cualquier sitio de la ciudad. Lo que no quiero es limitarlas a un lugar, como las galerías o los museos. Es un arte nómada. Luego el único juicio es el mío. Yo sé si funciona o no. Lo que el público piense es irrelevante, me tiene sin cuidado. Lo mismo sucede con las obras de arte. El artista dice: 'Es así', y basta. ¿No les gusta? Me da igual. Yo no lo voy a cambiar. Es la única manera que tengo de funcionar".

En los últimos años ha revivido el interés por esta expresión, pero hubo una época en la que casi había desaparecido. "Es cierto, durante unos años parecíamos como los antiguos combatientes de una guerra terminada. La gente te decía: ¿pero tú haces performance? Madre mía, qué obsoleta", dice sonriendo. "La performance ha cambiado muchísimo porque la situación es completamente diferente. Ahora hay muchísima tecnología, esa idea de pobre que teníamos nosotros (o tengo yo) es diferente. Pienso también que vivimos en un mundo tan numérico, tan de abstracciones... Este arte que está en tu cuerpo, pero no en el cuerpo teatralizado, este arte de la presencia tal vez sirva a los jóvenes para afirmarse físicamente, para favorecer un cuerpo que cada vez parece más pixelizado. Esa vuelta a la presencia del cuerpo, con sus miserias, sus alegrías, sus flaquezas, su físico, puede ser importante para ellos".

Y prosigue con la reflexión. "Una de las cosas que me ha importado en mis performances es la ligereza. Esto que lo haces, desapareces y no queda nada. Queda en la memoria de los que lo han visto, si queda. Me parece maravilloso. A mí. Porque hoy hay otros artistas que luego venden el vídeo, la foto y la silla en la que se sentaron. Una vez, en Italia, me pasó eso. Me quisieron comprar la silla y la mesa que había utilizado en la performance. Dije que no podía porque me las había prestado el café de enfrente. Si se la compras al del café te va a salir más barata, dije, que si te la firmo yo. Es una broma. Yo nunca venderé los objetos que uso en las performances".

No sólo expone su propio cuerpo en las acciones, Esther Ferrer es también la figura en muchas de sus obras. Recurre al autorretrato por economía y pragmatismo antes que por vanidad o egocentrismo. Es más fácil hacer uso de uno mismo antes que depender de otro modelo. Los autorretratos han sido una constante en su trabajo. En Arco expondrá una visión resumida de su trabajo de los últimos años titulada La serie de las series, porque su forma de trabajar la lleva a realizar numerosas obras sobre un mismo tema.

"Tengo una relación muy mala con el tiempo", continúa. "No sé nunca en qué día vivo, a veces ni en qué año. Siempre he sido así. El tiempo y yo tenemos una relación extraña, desde siempre tengo la sensación de estar corriendo detrás de él. Luego, supongo que en alguna parte está la angustia de la muerte. El hecho de envejecer, el proceso de acercarme a la muerte, me preocupa. Quizá una manera de neutralizar o paralizar ese proceso es a través de la imagen. Cuando empecé a hacer obras fue con todo mi cuerpo, con mis manos, mi cabeza, mi sexo. Empecé con mi cabeza y mi sexo porque es lo más evidente, quizá lo que tiene más resonancias o connotaciones plásticas. No pensé en el proceso de envejecimiento, sino en el simple paso del tiempo. El tiempo que te atraviesa. Cuando expongo la serie de fotos que me he hecho cada cinco años, hay gente que me dice que tengo mucho valor. A mí eso no me importa nada. No me importa tener arrugas. Es que yo no sé de dónde vengo, no sé adónde voy. Es simplemente el tiempo que pasa. La forma que tengo de sacarme esa preocupación es a través de los autorretratos".

Esther Ferrer. Arco. Pabellón 6. Stand A109, de EL PAÍS. ZAJ. Colección archivo Conz. Círculo de Bellas Artes. Alcalá, 42. Madrid. Hasta el 22 de marzo.

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