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A PIE DE PÁGINA

Soy un antiguo analfabeto

Soy un antiguo analfabeto autodidacta que, más tarde, deseó transmitir a los demás aquello que había aprendido. Pero hoy resultaría bastante difícil para un analfabeto tener la misma trayectoria que yo seguí en aquella época. Además, de esta forma, he aprendido mucho más de los alumnos que de los profesores.

A la edad de 20 años, tuve la disyuntiva entre convertirme en contrabandista o ir a estudiar árabe y español a El Harache.

Leí mucho a los malditos, pero en Literatura no existe un único Dios, hay varios... ¡En el cielo, es otra cosa!

En mi vida me he enfrentado a tres desafíos: aprender a leer y a escribir, salir de esa clase social denigrada y, por último, sublimar mi vida a través de la escritura.

Tengo dos memorias: la memoria analfabeta y la memoria de un hombre que ha aprendido a leer una vez cumplidos los 20 años

Cuando era más joven, vivía en una choza. Cuando comía, siempre había un ratón delante de mí que pedía algo de comer. Yo era el gran amigo de las cucarachas y de los ratones.

Frecuentaba el café Continental de Tetuán. Veía a un hombre que siempre llegaba muy elegante, bien arreglado, y al que todo el mundo saludaba.

Yo asistía a la Escuela Normal de Profesores. Vivía en una choza pero llevaba pajarita, quería ascender de categoría social. Un día, pregunté la identidad de ese señor. Me respondieron que era Mohamed Sabbag, el escritor más importante de la época. Era un poeta que escribió prosa poética, unos libritos que se leen en dos días.

Me dije: si escribiendo cosas así uno se vuelve muy importante en una sociedad, yo también voy a hacerme escritor.

Así es como decidí convertirme en escritor.

Empecé a escribir algo que enseñé a ese señor, que me dijo: "No tienes estilo, pero tienes una buena gramática. Puedes seguir".

Así fue como comencé mi carrera, para adquirir prestigio, subir de categoría.

Más tarde, me di cuenta de que la escritura podía ser también una forma de denunciar y protestar contra aquellos que me habían robado la infancia, la adolescencia y parte de mi juventud. Fue únicamente en ese momento cuando mi escritura se volvió comprometida.

Cuando trabajaba en la enseñanza y en los medios de comunicación, consideraba la escritura como una bagatela. No me consideraba un profesional.

Pero hace unos 11 años decidí convertirme en escritor profesional. Incluso he escrito las 256 páginas de mi último libro, Le Temps des erreurs (El tiempo de los errores), en un mes.

Tengo dos memorias: la memoria analfabeta y la memoria de un hombre que ha aprendido a leer una vez cumplidos los 20 años. Lo que hace que escriba primero en mi cabeza, de forma neurótica.

Luego, perfilo sobre el papel con la ayuda de la gramática y del estilo.

No tengo disciplina como Alberto Moravia, Hemingway, Victor Hugo o Tahar Ben Jelloun, que se levantan a las 5 o a las 8 de la mañana y se ponen a escribir. Iría en contradicción con mi vida. Soy un hombre de las callejuelas. Nunca he sido alguien estable.

En la actualidad, dispongo de un apartamento donde conservar mis casetes, mis libros, y mis papeles, pero antes vivía siempre en las pensiones, en los pequeños restaurantes, en los pequeños bares.

Defiendo mi clase, defiendo a los marginados y, al mismo tiempo, ejerzo mi venganza contra una época determinada, humillante y miserable.

Mi caso es bastante excepcional.

No tengo nada que perder. No llevo ningún título familiar que exija deferencia y al que correría el riesgo de mancillar al escribir como lo hago.

Soy un Mohamed desconocido en la historia y defiendo a la gente que la historia oficial siempre ha olvidado.

Escribo sobre individuos anónimos, porque "la memoria de los pobres de por sí está menos alimentada que la de los ricos", como dijo Albert Camus.

Cuando escribo sobre la infancia, no se trata sólo de la mía.

Se trata de aquellos que pertenecen a mi generación. Así pues, no es un caso aislado sino el arquetipo de todas las infancias que he conocido perfectamente. He tratado de condensar varias infancias en una sola. Mi infancia la he escrito a través de mi mirada adulta. Es decir, no a través de las mismas sensaciones que uno siente cuando es niño. Por tanto, incluye un lado imaginario. Me esfuerzo por volver a dar consideración a esa infancia robada, o peor aún, brutalizada por aquellos que hurtaban nuestra vida: los vampiros de la sociedad. Una infancia "flotante", como un alga, una infancia "algosa", si puedo expresarme así.

Me pregunto si la escritura es una segunda autoridad tras la autoridad principal. Es un poder. Pero un poder que no es extravagante.

Soy un escritor tangerino.

No soy un escritor marroquí, porque descubro Marruecos como los turistas: voy a Casablanca para pasar una semana, a Rabat dos o tres días, a Fez...

En cambio, en Tánger vivo una intimidad con la gente, con los personajes, con los lugares. Es como en el matrimonio católico: uno se separa, pero no se divorcia. Nunca podría divorciarme de Tánger.

Amo esta ciudad, siempre busco un pretexto para volver, en ocasiones incluso de forma inconsciente.

I want to go where I am. Quiero ir allí donde estoy.

Pero toda esta nostalgia en relación con Tánger me parece absurda, porque cada época de la historia de una ciudad o de un país tiene un valor y una belleza, al igual que en la vida de un hombre cada etapa de su vida tiene su encanto. Lo que me parece todavía más absurdo es la nostalgia de las personas que nunca han vivido allí.

En la sociedad marroquí existe una facción más conservadora. Estas personas son las que consideran que mis obras son perversas. En mis libros, no hay nada en contra del régimen. No hablo de política ni de religión. Pero lo que irrita a los conservadores es ver que critico a mi padre. El padre es sagrado en la sociedad árabo-musulmana.

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