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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El auténtico debate nuclear

La defensa de la energía nuclear, castigada con una moratoria en España desde 1991, se ha librado tradicionalmente en las trincheras de la ecología -la generación electronuclear no arroja a la atmósfera dióxido de carbono ni otros gases contaminantes- y en la suposición de que el kilovatio nuclear es más barato que el generado con carbón o fuel. Ambas premisas pueden y deben discutirse; de eso, entre otras cosas, debería tratar el pospuesto debate nuclear. La opinión antinuclear ha esgrimido el caso Chernóbil como ejemplo de que las plantas nucleares contaminan poco por lo general, aunque, cuando lo hacen, contaminan de verdad. La confianza pública en las nucleares depende de unos estándares de seguridad que los gestores españoles tienden irresponsablemente a ignorar, como demuestra la cadena de incidentes en Ascó, Vandellós o Cofrentes. En cuanto a la baratura, depende del número de centrales conectadas. A más centrales, kilovatio más barato. Es decir, la oferta eléctrica española no sería más barata simplemente con una o dos nucleares nuevas.

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Pero no es en la ecología o en el coste de la electricidad donde se juega hoy la viabilidad de la energía nuclear. En el supuesto de que acabara hoy la moratoria, el Gobierno autorizase proyectos nucleares y se encontrara una localización adecuada para una o varias plantas, quedaría en pie el muro de la financiación. Construir una central de última generación cuesta aproximadamente 3.000 millones de euros. Dadas las paupérrimas condiciones del crédito en los mercados internacionales, financiar un programa nuclear supondría hoy una aventura dolorosa o suicida, a elegir. Pasarán algunos años antes de que el flujo de los préstamos se normalice y las empresas acepten riesgos de ese calibre.

Aunque las condiciones financieras no fuesen un impedimento, las empresas necesitarían tener el camino regulatorio muy despejado antes de atreverse a iniciar un plan nuclear. De entrada, deberían tener la seguridad de que durante el periodo de amortización de la central o centrales -no menos de 25 años- no se aprueba una nueva moratoria nuclear; y, si se aprueba, que los derechos de inversión quedarán reconocidos. Por añadidura, el inversor exigiría probablemente al Estado garantías contra los riesgos regulatorios. Cualquier encarecimiento por ley del coste de la seguridad o del tratamiento de los residuos implicaría una pérdida en la rentabilidad para las compañías.

Ya se ve que el debate nuclear es algo más complejo que la discusión sobre si es más limpia o no que las centrales de gas o si el kilovatio costará más barato a los consumidores. Encierra una complejidad financiera y regulatoria que los Gobiernos y las empresas observan con pereza, sobre todo si la demanda de energía puede cubrirse con fuentes menos conflictivas. En cualquier caso, hay algo que está fuera de discusión: la producción nuclear cuya inversión está amortizada es la más barata de todas las fuentes de energía. Si este Gobierno, o los próximos, no desean impulsar un debate nuclear -es decir, un Libro Blanco con los costes y ventajas perfectamente calculados-, se equivoca; pero si no amplía la vida útil de las plantas en funcionamiento, el error será mayúsculo.

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