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Reportaje:

El 'boom' de la novela árabe

El número 34 de la calle Talaat Harb es uno de esos exhaustos edificios señoriales que jalonan el centro de El Cairo. Construido en la dorada edad de la monarquía, es hoy un ejemplo más de la decadencia que de forma inexorable y cansina ha carcomido la ciudad —y la sociedad— desde que en 1952 el golpe de Estado de los Oficiales Libres instalara en Egipto la dictadura. Visto desde las ajadas mesas del café Excelsior invita a la melancolía. Ambos fueron en un pasado no demasiado lejano platea privilegiada de la capital más europea y vanguardista de África. Al abrigo de sus paredes, engalanadas al más puro estilo parisino, palpitó una sociedad ilustrada, educada en liceos y embriagada por La vie en rose. El Excelsior es hoy en día un garito deprimente que ocupa una esquina privilegiada en una de las arterias comerciales más populares del barrio de Wasted Balad. Su café es aún excelente, pero la lentitud de sus camareros, fosilizados en el presente como un viejo daguerrotipo, y la luz rancia que proyectan sus lámparas del ayer, aventan a los pocos clientes que desafían su tristeza. Enfrente, el número 34 de Talaat Harb es una gran mole de ocho plantas teñida de hollín, única en su estructura pero similar en deterioro a la decena de edificios de otra época que se asoman a la calle del fundador del Banco Nacional egipcio. Habitado pero olvidado, languidece herido por las huellas de la indolencia y la lámina de espesa polución que contamina el mosaico de su fachada. Hace años que no recibe una capa de pintura. Sólo el verde pastel que conserva casi impoluto el hall vanguardista parece un retazo del pasado que se niega a entregar su grandeza. Pero al contrario que sus pares, un simple cartel colocado recientemente ha desempolvado un tenue haz de esperanza. En la oscura y angosta entrada que conduce a sus extenuadas entrañas, luce un letrero en árabe que reza "34, calle Talaat Harb-Edificio Yacobián".

Yaser Abdel Latif: "El pelotazo de Al Aswany es muy positivo, pero la crítica deberá colocarlo en su sitio"
La crítica oficial ataca al nuevo estilete de las letras árabes con las flechas propias de la autocracia
Hakki fue el primero en recrear la vida de los callejones de El Cairo, por los que deambulaban los estratos más marginados
Naguib Mahfuz recoge el testigo, refina el esbozo de realidad que propone Hakki y lo exprime hasta conseguir su sublimación
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"Desde que el libro salió, mucha gente se ha acercado por aquí. Muchos extranjeros como usted que hablan de personas que nunca han vivido en este edificio", explica Abdu, el bawab (portero), con la parsimonia innata de quien vio por primera vez la luz en los verdes palmerales del Alto Egipto. "Aunque el hotel de la quinta planta tiene los mismos clientes", añade desde la puerta de un cuchitril —su casa— que se prolonga junto a la puerta que conduce a los sótanos.

El Edificio Yacobián, primera novela del escritor egipcio Alaa al Aswany, ha desatado un tsunami en el mundo literario árabe y ha insuflado ilusión a un género, el narrativo, muy fecundo pese a que se hallaba deprimido por la escasez de lectores. Su áspero y descarnado retrato de los males que acosan a la sociedad egipcia se ha convertido en un fenómeno de ventas en todo el mundo y despertado de nuevo el interés en Occidente por la novela árabe. Más de 250.000 lectores lo han comprado y se ha traducido a casi una veintena de idiomas, entre ellos al castellano por la editorial Maeva. En la última Feria de Francfort, los editores andaban a la caza y captura del último fenómeno de la literatura árabe.

Desde que apareciera por primera vez en Egipto de forma completa en 2002 ha sido reimpreso en media docena de ocasiones, hecho inaudito en la historia de la narrativa egipcia y árabe contemporánea. De acuerdo con su editorial, sólo el clásico Naguib Mahfuz le precede en el número de ejemplares vendidos. Un éxito sin precedentes que ha servido también para horadar las elitistas estructuras de la crítica árabe y ha prendido un agrio y acalorado debate en el seno de un género literario todavía preso de la prolongada sombra que proyecta el único escritor árabe galardonado con el Premio Nobel, y huérfano de herederos. "El pelotazo de Al Aswany es algo muy positivo, pero debe enmarcarse en su contexto. Cuando el efecto pase, la crítica deberá colocarlo en su sitio, como exponente del resurgimiento de la llamada literatura de consumo, frente a la literatura más seria", advierte Yaser Abdel Latif, uno de los jóvenes novelistas egipcios que se abren paso aprovechando esa atmósfera de recuperación que parece envolver a la narrativa árabe. La misma reflexión propone el controvertido y veterano Sonallah Ibrahim, abanderado de la denominada generación de los sesenta y defensor de la literatura como instrumento agitador de conciencias. "La obra de Al Aswany no debe ser despreciada. Al contrario, es necesaria y positiva. Ha despertado el hábito de leer en una sociedad dormida, apática y cautiva de la televisión y del discurso oficial. Debemos aplaudirle", argumenta Ibrahim, casi camuflado entre los libros de su casa, una suerte de edificio Yacobián de clase media sito en una de las manzanas populares que envuelven los modernos inmuebles de Heliópolis. Frente a ellos, la crítica oficial ataca al nuevo estilete de las letras árabes con las flechas propias de la autocracia. Le tildan de mentiroso traidor y peligroso agente extranjero; recriminan su estilo "simplista y vulgar" y le acusan de desprestigiar un género que han enaltecido grandes literatos. "No es un novelista. Es un dentista que no conoce la gramática pero que ha tenido suerte buscando la polémica. No es lícito incluirlo entre los grandes escritores", dice un renombrado profesor de Literatura desde un ajado sillón en un austero y cetrino despacho de la Universidad de El Cairo.

Pocos en el mundo árabe creen que Al Aswany pueda ser considerado el renovador de la novelística árabe. A lo sumo, aceptan concederle el título de "dinamizador" de un género que languidecía en las librerías pese a exudar talento. La narrativa es un fenómeno extendido pero tardío entre los literatos árabes, enamorados de la poesía. Los críticos consideran que el primer texto en árabe que cumple con las características que definen a la novela es Zaynab, publicada por el escritor egipcio Mohamad Husein Haykal en 1914, es decir, 350 años después de que apareciera en Europa El Lazarillo de Tormes. Antes, otros autores de cultura árabe, como la también egipcia Kut al Qoulub al Demerdashiya, habían explorado esta vertiente literaria, pero siempre utilizando el francés u otra lengua ajena como instrumento de creación. Haikal se aventuró por primera vez a utilizar el árabe para narrar, un idioma más afinado para la poética. Su experimento, impregnado del romanticismo que exhalan novelistas como Juan Varela o textos como Madame Bovary, cuajó y abrió el camino al desarrollo de la novela árabe en general y egipcia en particular. Desde entonces, novelistas de la talla de Tawfiq al Hakim y Taha Husein, quizá el narrador más puro que haya alumbrado la lengua árabe, han impulsado un rápido y fructífero discurrir del que han emergido un buen puñado de escritores universales. Destacable fue la aportación de Yahyia Hakki, un autor apenas conocido en Occidente pero sin cuya obra la narrativa árabe hubiera surcado otros derroteros menos feraces. Cónsul de Egipto en Turquía, desarrolló el embrión realista que cultivaron Taha Husein y Al Hakim y que después engrandecería Naguib Mahfuz. Hakki, fundador de la escuela de la que bebería después la generación de los sesenta, fue el primero en recrear la vida de los callejones de El Cairo, por los que deambulaban los estratos más marginados de la sociedad. Obsesionado con la verosimilitud de los personajes, cometió la osadía de infiltrar expresiones coloquiales y descuidar la gramática para dotar al texto de un mayor realismo. Su obra cumbre, El candil de Umm Hashim, llevada al cine con éxito, es una novela de vanguardia que adelanta varias décadas uno de los temas que atribulan al mundo actual: la integración y el choque de culturas. Su relato sobre un médico que viaja a estudiar a Alemania parte de la misma premisa que ha conducido a Alaa Al Aswany a escribir su segunda novela, Chicago, una reflexión sobre los conflictos que surgen en torno a la emigración árabe y egipcia a Occidente, y concretamente a Estados Unidos.

Naguib Mahfuz, al que el propio Taha Husein introduce en el mundo literario, recoge el testigo, refina el esbozo de realidad que propone Hakki y lo exprime hasta conseguir su sublimación. Transforma la pluma en una cámara y se convierte en el cronista de una ciudad y una sociedad en crisis. El escenario cobra un protagonismo inusitado y en la descripción de los personajes reverberan los detalles. Su espejo es tan vívido que aún resulta fácil disfrutar de su aroma en el abrumador El Cairo del siglo XXI. Trazos del callejón de Midaq se aparecen en los angostos pasillos que separan los azacanados edificios de la ciudad. El mendigo cojo y sin brazos, que a saltos y entre el tráfico veo cruzar desde hace años la avenida junto al Nilo por la que solía pasear el escritor, bien podría haberse escapado de una de sus novelas.

A su vera, y pese a la represión que ha caracterizado a los gobiernos árabes en los últimos treinta años de historia, el fin de siglo ha alumbrado una de las mejores generaciones de narradores egipcios. Algunos, como la feminista Nawaal Sadawi o el periodista y editor Gamal al Guitani, de fama universal, con decenas de libros traducidos a varios idiomas. Otros, como Yusuf Idris —precursor del relato corto—, Sonallah Ibrahim o Jairy Shalabi —el poeta del lumpen que escribe desde una tumba en la ciudad de los muertos—, menos conocidos en el exterior. Pero todos unidos por un cordón umbilical compartido: la preocupación por los defectos de una sociedad y una política que les duele. Directos y descarnados, rompen con la crítica distanciada, casi velada en algunas ocasiones, que destilan las novelas del maestro, para desnudar definitivamente la realidad, e incluso deformarla. Temas como el sexo, la corrupción, la ausencia de libertades, la represión y la decadencia política, intuidos en Mahfuz, navegan en sus textos de forma explícita junto a feroces críticas contra la religión y la ignorancia religiosa que conduce al extremismo.

Especialmente ácido es el retrato de la sociedad circundante que realiza Sonallah Ibrahim, marcado por su experiencia en la cárcel, donde penó a causa de su activismo político antes de hacerse escritor. Su primera novela, Aquel olor, produjo un impacto similar al que ha tenido El Edificio Yacobián. Su aproximación cruda y sin ambages a tabúes como la homosexualidad, el acoso sexual o la corrupción moral de la sociedad —también presentes en la celebrada obra de Al Aswany— desató un terremoto muy parecido al que ahora sacude a la narrativa árabe, aunque su efecto quedó restringido a las estrechas fronteras de la intelectualidad. "La diferencia principal reside, quizá, en que ahora existe una maquinaria editorial mucho más fuerte y desarrollada", señala Yaser Abdel Latif, quien ha conseguido también un notable éxito con su colección Herencias de El Cairo, traducida al castellano. "Durante 25 años, casi sólo era posible publicar a través del Gobierno. Si eras afecto al régimen podías optar a los premios literarios y asegurarte una amplia tirada. Si no, te morías de hambre. Ahora es diferente. Existen nuevos premios independientes, bien dotados económicamente, como el Booker árabe, que este año se otorga por primera vez, y editoriales más atrevidas y con más recursos que han contribuido al nuevo boom de la novela árabe", añade el joven escritor egipcio, finalista de un galardón patrocinado por una conocida marca de relojes de lujo suizos. El apagón editorial fue especialmente negro en la pasada década de los noventa, en la que la represión política se sintió en toda su crudeza. Sólo autores reconocidos, como Sonallah Ibrahim, conseguían con mucha dificultad entrar en el mercado, con ediciones muy modestas que apenas llegaban a los mil ejemplares y que ellos mismos debían financiarse. El brazo de la censura era poderoso. Por ello, hay quien defiende que los nuevos vientos de apertura que despeinan la acicalada narrativa árabe, en particular la egipcia, son también fruto de la crisis que confunde a los agotados regímenes de la zona, inmersos en una agitada era de contradicciones ideológicas, políticas, económicas y culturales que han abierto algunos resquicios incontrolados de libertad. "Yo creo que es mucho más simple", afirma Abeer Abdel Hafez, doctora de la Facultad de Letras en la Universidad de El Cairo. "El éxito de Al Aswany tiene mucho que ver con su estilo sencillo. Todo está ahí diáfano. Al contrario de lo que pasa con otros autores que tratan los mismos temas, el lector no debe pensar mucho para descodificar el texto. Los lectores árabes han descubierto el tipo de libros que los occidentales leen en el autobús o el metro", añade. Una opinión similar comparte Yaser Abdel Latif, para quien una de las claves es cómo Al Aswany construye y aligera el texto. "Los personajes están muy bien engranados. El texto es muy dinámico e introduce el suspense, un género que nunca se ha cultivado en la narrativa árabe y que ahora comienza a surgir con novelas policiacas como las de Ahmad Murad", quien con su obra Vértigo se ha convertido en un pionero. Yaser, sin embargo, no cree que esta "literatura de consumo colectivo", que ya en la década de los cincuenta explotó con éxito Ehsan Abdel Qudus, vaya a marcar la dirección futura de la narrativa egipcia y árabe. Novelas gestadas al abrigo del éxito de El Edificio Yacobián, como Historias de Taxi, de Jaled Hamishi, muestran que este estilo directo ha conquistado la cota del mercado. "Pero los autores jóvenes buscamos más otros derroteros", cercanos a lo que se podría denominar posmodernismo, explica Yaser. Ejemplo claro son escritoras egipcias como Miral al Tahawy o May Tilmisani, que se declaran deudores del realismo abanderado por Mahfuz pero que al mismo tiempo pretenden desprenderse del costumbrismo característico de la narrativa árabe precedente. O el iraquí Ali Badr y el libanés Hasan Daud, representantes de la nueva ola menos realista que proviene de Oriente. Todos ellos albergan, además, una misma e íntima esperanza, apenas susurrada en las tertulias que comparten cada noche en el restaurante Estoril o en las cafeterías Hurriya o Takaiba de Wasted Balad. Que el decrépito y vecino edificio Yacobián, ahora objeto de la curiosidad occidental y árabe, no sólo simbolice el declive de una sociedad, sino también el reverdecer de una fecunda narrativa que aún busca herederos del gran maestro.

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