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Reportaje:CUATRO SIGLOS DE ARTE LÍRICO

Se busca ópera, viva o muerta

Con L'Orfeo de Monteverdi nació hace 400 años la ópera, un género musical tan admirado como rodeado de arte, glamour y divismo. Pero también del que siempre se ha profetizado su muerte. Cuatro siglos en los que ha servido como gran representación social, aunque esos destellos empiecen a apagarse. Un placer irrepetible en el que se refleja el tiempo con nombres como Callas, Tebaldi, Di Stefano, Victoria de los Ángeles, Caballé, Pavarotti, Kraus, Domingo y Sutherland.

El desarrollo del género ha consistido en replantear la relación entre las palabras y la música
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La ópera cumple 400 años. Del 16 al 18 de febrero se celebran unas jornadas europeas conmemorativas del estreno de L'Orfeo de Claudio Monteverdi en la Accademia degli Invaghiti de Mantua, presumiblemente el 24 de febrero de 1607, que se suele considerar la fecha de alumbramiento del género. Cabe preguntarse qué otra disciplina puede exhibir una partida de nacimiento tan precisa: hasta en esto la ópera es rara. Desde luego, siempre es posible poner en duda esa paternidad y desplazarla a la florentina camerata de músicos y poetas reunidos por el conde Giovanni Bardi del Vernio, de la que formaba parte Jacopo Peri, autor de una Eurídice un poco anterior a L'Orfeo monteverdiano. Pero se trataría de un lapso cronológico despreciable: el nacimiento del melodrama se registra en cualquier caso en los últimos decenios del siglo XVI -a las puertas del barroco- en las cortes de la Italia central como un intento de recuperar el espíritu de la tragedia griega. El lema del movimiento fue "recitar cantando", es decir, primero las palabras, la poesía, luego la música. El desarrollo del género durante los cuatro siglos posteriores ha consistido principalmente en un replanteamiento crítico del binomio seminal.

Pero si el nacimiento está claro, no lo está el final. ¿Está viva o muerta la ópera? No es nada fácil contestar. En el último Concurso Internacional de Canto Francesc Viñas, celebrado la semana pasada en Barcelona, se inscribieron más de 400 jóvenes candidatos al estrellato, procedentes de 50 países. Las cifras crecen de año en año. Más estudiantes que quieren hacer de la música su medio profesional, más libros y discos, más información sobre iniciativas, repertorios, métodos. También más público en los espectáculos y más presupuesto para realizarlos. El Liceo de Barcelona dispone para su próxima temporada, que presentó el pasado lunes, de 57 millones de euros, de los cuales 28,9, la mitad, son aportados por las administraciones y el resto se cubre por venta de entradas (la oferta es de 300.000 localidades) y mecenazgo (7 millones). Son cifras moderadas en relación con los caudales públicos aportados por otras administraciones europeas. En cualquier caso, la ópera mueve dinero. Y, sin embargo, no consigue desprenderse de cierto olor a cadáver, a género enterrado y embalsamado como mero señuelo turístico: un paseo por Salzburgo o Aix-en-Provence en plenos festivales deja esa impresión, por fortuna junto con otras menos crepusculares.

Ocurre que la ópera nace muerta o, cuanto menos, con la muerte escrita en sus genes. No es ninguna casualidad que el mito de Orfeo se halle en los fundamentos mismos del género. En la fase Sturm und Drang inicial, se trata de una muerte vencida precisamente por la música, un superpoder que permite al poeta navegar con su cetra por la Laguna Estigia y rescatar a su amada del reino del Hades. De ahí hasta Tristán e Isolda, que muchos autores identifican con el fin del melodrama por la estocada que propina a su elemento más vital, la melodía, la ópera habla sin cesar del final ineludible. No casualmente el escenógrafo Jorge Lavelli tituló un ensayo de hace años, de manera muy francesa, Opéra et mise à mort (Fayard, 1979), ópera y puesta en muerte, en lugar de puesta en escena.

Luego está el capítulo del divismo. Callas, Tebaldi, Victoria de los Ángeles, Caballé, Sutherland, Di Stefano, Del Monaco, Jussi Björling, Pavarotti, Kraus, Domingo, tantos otros: astros que titilan en un firmamento de excelencia. Célebres rivalidades, legendarias soirées: el trivial de la ópera es un juego inagotable y adictivo. Hoy quedan restos de las antiguas constelaciones. Cierto, el plantón de Roberto Alagna en la Aida inaugural de La Scala y su sustitución por un cover en tejanos resucita el espejismo de la oportunidad y el triunfo súbitos, el sueño del ascenso social fulgurante, algo muy presente en los 400 jóvenes inscritos al Viñas. Pero las carreras de hoy son más cortas que las que se consolidaron durante la segunda mitad del siglo pasado. Y la educación tiene mucho que ver con ello. ¿Quién recuerda a Tiziana Fabbricini, que se aventuró a protagonizar La Traviata en La Scala en 1991 tras la imponente huella dejada nada menos que por Maria Callas? El sistema mediático fagocita, deglute voces con voracidad saturnal porque sabe que el mercado garantizará el suministro. Antes se procedía con otros tempi. Teresa Berganza acaba de festejar sus 70 años en plena actividad y Montserrat Caballé, los 50 de su debut en Basilea como Mimí. Estas señoras conocen sus respectivos instrumentos como ya no se da, aunque siempre caben honrosas excepciones. Han sabido calibrar la técnica con precisión de relojeras, han aceptado someterse a duros aprendizajes y en su momento renunciaron a ofertas que reputaron sin vacilar como oportunidades-trampa. Y ahí están las dos, investigando repertorios adecuados a sus posibilidades, interpretándolos, administrando su colosal legado. A veces hacen sufrir, pero eso forma parte del juego. Los demás les debemos confianza y respeto: nadie conoce sus capacidades mejor que ellas mismas.

Por lo demás, de la ópera como representación social tampoco queda mucho más que restos inconexos de una burguesía o de una corte. La estructura platea-anfiteatro-palcos-pisos se ha vaciado de su antigua significación de ordenación social para convertirse en un asunto meramente tarifario, lo cual también es una suerte de estructuración social, pero de otro modo. La ópera se ha popularizado, las noches de gala pertenecen al recuerdo, los directores de escena han tomado la plaza al asalto y la Ópera de Berlín se ve en el brete de suspender y reponer más tarde un Idomeneo que decapitaba a Mahoma, a Jesucristo y a Buda. Es cierto, todavía la publicidad de los programas de mano suele ser de un perfume, un reloj, una estilográfica o un coche caros, pero empieza a haber cierta inadecuación entre oferta y demanda. Pervive, de nuevo, cierto aroma de tiempo perdido, un ideal de connaisseur que sabe discernir un filato de un trillo como sabe escoger en una carta de vinos entre un Rioja o un Ribera del Duero, y todos sabemos el cuento que se le echó a estos asuntos en la década farisaica de los noventa. Hoy, gracias al cielo, abonarse a una temporada de ópera no otorga ningún prestigio añadido. Las tribunas de los campos de fútbol concentran unas dosis de poder que los palcos de proscenio hace mucho que han perdido. Por otra parte, el cine ha empuñado sin vacilaciones el cetro del glamour que había quedado vacante.

Entonces ¿por qué sigue viva la ópera? ¿Qué mecanismos permiten generar nuevos públicos, a pesar de la merma de representatividad e identificación? Ni idea, pero puede apuntarse una dirección temporal asociada a cierta consideración vagamente psicoanalítica. La música, se ha repetido, es el arte del tiempo. De un tiempo sin tiempo, como sugería Kierkegaard. Esto es, el territorio predilecto de la ucronía. El mito de Orfeo resucitado por Monteverdi vive fuera de la historia, aunque se camufle tras ella: el Renacimiento tardío no hacía otra cosa que construir un relato del pasado a la medida de sus necesidades estéticas, sin atender a ninguna verosimilitud. Zambullirse en esta protoópera, como en todas, implica el regreso a un lugar a resguardo de toda inclemencia: a la placenta, forzando la metáfora. De la misma forma que el globo aerostático viaja dentro del viento y no conoce el viento, así también la música pretérita transporta al oyente a un tiempo suspendido, fuera del minutero. Jordi Savall suele atribuir el éxito conseguido con su viola da gamba al hecho de que el instrumento apela sin intermediarios a la experiencia íntima del espectador, más allá del repertorio. Lo mismo ocurría con el gregoriano de los monjes de Silos cuando sonaba en los after hours como señal de la hora de cierre: un efecto tranquilizante para marcar el regreso a casa. La ópera actúa en ese mismo eje onírico y alienante, en el sentido de sentirse otro cuando el dulce lamento de Orfeo por el extravío de la mujer amada provoca de nuevo la emoción.

Otro día procederá hablar de Lulú, Moisés y Aaron y la creación lírica contemporánea, que la hay, aunque no lo parezca. Aquí se trataba tan sólo de conmemorar los primeros 400 años de un género con el que uno puede pasárselo estupendamente bien sin necesidad de que nadie le teorice el goce.

Escena de 'Idomeneo', de Mozart, suspendida en 2003 en la Ópera de Berlín por su crítica a las religiones.
Escena de 'Idomeneo', de Mozart, suspendida en 2003 en la Ópera de Berlín por su crítica a las religiones.EFE

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