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Reportaje:TEATRO | CUATRO SIGLOS DE ARTE LÍRICO

Cuando el canto es un drama

Una aclaración previa pero fundamental: la presencia del teatro en la escena lírica representada por el director de escena se ha definido estos últimos años, muy a menudo, como una cuestión de "moda". Siempre me ha extrañado un consenso tan unánime sobre una idea tan equivocada. No se trata de una moda, sino de una profunda necesidad. Y es que la ópera (que es un arte sublime y antiguo de ricos y fanáticos, aunque haya podido tener en algunos momentos un espejismo de popularidad) cuando, por envejecimiento, se ha visto en peligro de caducidad estética como género dramático ha reclamado la ayuda del teatro, como lo ha hecho en otros momentos con el intérprete o el director de orquesta -que han tenido épocas de protagonismo absoluto- cuando los tiempos le han pedido nuevas lecturas musicales para los nuevos oídos. La ópera necesitó con urgencia del teatro para encontrar una nueva verosimilitud, en la década de 1950, cuando los ojos de la gente en poco tiempo se habían llenado de las extraordinarias imágenes nuevas del cine. Y lo vuelve a necesitar urgentemente hoy en un momento en que la cultura de la imagen y la tecnología han fabricado un espectador que tiene los ojos repletos de imágenes y los oídos maltratados por sonidos y ruidos de todo tipo y también, por grabaciones operísticas, sin duda artificiosas, pero que son una referencia inconsciente y constante. Sólo el teatro (la parte visual como dicen algunos) puede darle una nueva credibilidad en un momento en que la lírica no puede evolucionar demasiado desde el punto de vista musical (orquestal o cantado) por las limitaciones del propio género y, sobre todo, por las del género humano. La presencia del teatro y del director de escena no son, pues, una intrusión, sino una respuesta a una demanda urgente y necesitada de la lírica. Aclarado esto, debemos saber que, en este proceso, junto a muchos aciertos, se producen y se producirán muchos "errores" porque en este acto de transfusión no siempre la sangre del donante es la que necesita el paciente, y eso en arte no se sabe hasta que el crimen ya se ha cometido y la sangre, derramado.

La ópera necesitó con urgencia del teatro cuando los ojos de la gente se llenaron de las extraordinarias imágenes del cine

Pero esta aportación de sangre sólo será efectiva y creará una vida nueva si, además de barrer muchos tics y contribuir con nuevos conceptos de espacio, de luz, o de dramaturgia, llegamos desde la dirección de escena a un profundo conocimiento de la música y de sus mecanismos sabiendo que en la ópera la esencia dramática procede de su esencia musical, y asumiendo como nuestro este hecho musical, que es la característica diferencial que da un nuevo punto de inflexión a nuestro oficio. Dentro de Romeo y Julieta, de Shakespeare, caben tantos "Romeos y Julietas" como se quieran. Gounod ya decidió cómo era el suyo.

Y nuestro trabajo es poner el oído a la partitura e interpretarlo, porque este hecho diferencial, la música, es justo el motor que impulsa la creación en la ópera y que es absolutamente diferente del motor creativo del teatro. Ambos parten de la respiración. Pero la respiración del teatro es una respiración libre. La respiración de la lírica es una respiración gozosamente pautada, cifrada en la partitura como un milagro. No es una cuestión de fe o de opinión. Es una pura cuestión científica. El centro neurológico de nuestro cerebro que controla la comprensión y emisión del lenguaje hablado se halla en el hemisferio izquierdo. En los antípodas de este punto, el hemisferio derecho, se halla, en cambio, el centro que controla la prosodia, o sea, la entonación de este lenguaje, y naturalmente, el canto. Una lesión cerebral en el hemisferio izquierdo puede dejar a un enfermo sin habla, pero en cambio le puede dejar intacta la capacidad de entonar canciones con letra. Si es así, y así es científicamente, tendríamos que convenir de una vez por todas para poder avanzar en esta preciosa colaboración entre teatro y lírica que el motor que impulsa el medio de expresión de un actor o de un cantante son opuestos. Un actor es una entidad dramática. Un cantante es una entidad musical. Recorrerán caminos parecidos desde fuera, pero la puerta que abren y el viento que los impulsa no sólo son diferentes, sino opuestos. El cantante debe hacer y ser su personaje "musicalmente". La música que él mismo produce con su canto, como en una especie de círculo diabólico o místico, volverá a entrar en él y poseerá todas sus células y se le convertirá en el material dramático que dará vida a su personaje. Una gran parte de nuestro trabajo es acompañarlo en ese viaje emocional que comporta el canto en solitario. Otra será acompañar al director de orquesta en este su viaje hecho básicamente de sonoridades y traducido para nosotros en respiración, en tempo. No se trata de consolidar o desmitificar la pareja maestro-director de escena, sino de darse cuenta de que no se trata de una pareja, sino de un trío en el que el único ausente de los tres (el compositor) es quien marca las reglas del juego, y de saber que a la hora de la verdad, el vicario que suplantará su pulso será el director de orquesta, pero que existe un imposible objetivo común: hacer escuchar y ver la obra como si fuera la primera vez.

Sólo así la unión del teatro y la ópera dará unos frutos que crecerán, enriqueciéndose y multiplicándose. Y cada cosa y cada cual hallarán su verdadera dimensión en un arte que se fabrica en colectividad y con muchos colectivos. El caso es que también se puede hacer todo lo contrario y considerar la ópera como un riquísimo patrimonio del que se parte, o uno puede utilizar para hacer la propia obra, independientemente de las intenciones del libretista o del compositor. Pero aquí ya no hablamos de oficio sino de genialidad. En este campo sólo los genios consiguen pasar del irritante estado de manipulación que se produce en general al estado de gracia.

La imagen que podría definir al director de escena en la ópera que hacemos actualmente es, pues, la de alguien que dirige con la partitura en la mano, interpretando la matemática contenida en el misterio de la música y el canto, porque, probablemente, como dice el poeta "cuando dios se canta a sí mismo canta álgebra" y porque tengo la intuición -tampoco querría llamarla certeza- de que un sordo que vaya a un espectáculo lírico, lamentablemente no asistirá. Un ciego, a pesar de que se perderá una parte muy importante, sí.

Me parece que así tendrá un sentido nuestro trabajo. Habremos conservado vivo, para los que vendrán después, un arte que amamos sin saber demasiado por qué y mejor que nadie nos lo pregunte con demasiada insistencia. Tal vez porque aún produce momentos excepcionales de emoción y placer, aunque sean nostálgicos.

Escena de 'Romeo y Julieta', de Gounod, dirigida por Jürgen Flimm en la Ópera de Viena en 2001.
Escena de 'Romeo y Julieta', de Gounod, dirigida por Jürgen Flimm en la Ópera de Viena en 2001.

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