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Crónica:CRÓNICAS DE AMÉRICA LATINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un carnaval del espíritu

La Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que desde 1987 se lleva a cabo a finales de noviembre y principios de diciembre en esa ciudad del occidente de México, congrega cada año, como la de Francfort, la de Londres o la Liber de España, a numerosos editores, agentes literarios, distribuidores, libreros y bibliotecarios. Pero a diferencia de aquéllas, la FIL no sólo es una reunión de profesionales de la industria editorial, sino muchas cosas más. Es un congreso académico multidisciplinario, como conviene a la condición universitaria de la institución que la auspicia y organiza, la Universidad de Guadalajara. Es un foro en el que se debaten las ideas más polémicas y los temas nacionales e internacionales más candentes del momento. Es un encuentro directo de escritores y lectores, que lejos de reemplazar al libro propicia la multiplicación milagrosa de sus ejemplares. Es un festival de la cultura, que acoge las manifestaciones artísticas -música, teatro, danza, cine, artes plásticas- del país invitado de honor y otras muestras de su no tan intangible patrimonio cultural, como la gastronomía, y las desparrama por escenarios, calles, plazas, restaurantes y cafeterías de toda la ciudad. Es un concilio de premios Nobel -Gabriel García Márquez, José Saramago, Nadine Gordimer- , visitantes consuetudinarios, que hablan, disertan, ríen, conversan, pasean por el recinto ferial como Pedro por su casa y se toman fotografías con los azorados lectores y les firman autógrafos. Es una celebración de quienes año con año se hacen acreedores al prestigioso Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, que durante 15 ediciones ostentó el nombre del narrador jalisciense Juan Rulfo, y que ha sabido reconocer a aquellos escritores que optaron, a semejanza del autor de Pedro Páramo, más por la literatura que por la vida literaria, como Juan José Arreola, Eliseo Diego, Nélida Piñon, Augusto Monterroso, Juan Marsé, Juan Goytisolo, Tomás Segovia o Fernando del Paso. Es un río de jóvenes necesitados de la palabra poética y esperanzadora de Juan Gelman, José Emilio Pacheco o Darío Jaramillo; una alternancia desacompasada de los gritos excitados y los silencios atentos de los niños seducidos por las narraciones de los cuentacuentos; un diálogo promisorio de lectores primerizos con gigantes de la literatura, como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa o Rubem Fonseca, que no tienen empacho en conversar con ellos de tú a tú y revelarles sus lecturas preferidas; una multitud que desborda las fronteras de los auditorios y sigue, presencialmente o a través de los monitores que reproducen el acto extramuros, la presentación del libro, la conferencia o la mesa redonda en la que se dirime, por ejemplo, cómo chingaos (sic) hablamos la lengua española. Es una fiesta del libro, un ritual de iniciación a la lectura, un feliz desposorio con la palabra. Es, si cabe la paradoja, un carnaval del espíritu.

La FIL empezó, en 1987, de manera muy modesta, como una exposición de libros y de venta al menudeo, aunque su propósito era que los bibliotecarios estadounidenses, invitados ex profeso, compraran títulos mexicanos para incrementar los acervos universitarios de la Unión Americana. El recinto ferial era entonces un inmenso galerón más propio para exhibiciones ganaderas o fabriles que para encuentros culturales. No contaba con salones ni auditorios y las actividades literarias tenían que desarrollarse a campo traviesa, como quien dice, y someterse a una competencia de micrófonos más digna de un mercado popular que de una celebración universitaria. A los pocos años, la feria conjuró el fracaso que la industria editorial mexicana le había vaticinado, y para la sexta edición empezó a ser financieramente autosuficiente. Sigue pareciendo un milagro que aquella magra exposición de libros de no más de cuarenta editoriales, montada en una ciudad provinciana -distante 600 kilómetros de la capital del país centralista que es México y carente de una convocatoria cultural de dimensiones internacionales-, se haya convertido a la vuelta de los años en la feria del libro más importante de la lengua española y la segunda del mundo. Hoy día, en ella se exponen 280.000 títulos, participan cerca de 2.000 editoriales procedentes de medio centenar de países y es visitada por más de medio millón de personas.

El éxito se debe, en mi opinión, a que la organizadora de la feria es una entidad universitaria que ha seguido el modelo de las instituciones públicas de educación superior en México, que tienen como tarea sustantiva, además de la investigación y la docencia, la de extender lo más ampliamente posible los beneficios de la cultura. Nunca se pensó que la feria fuera una actividad exclusiva para los profesionales de la industria editorial, sino fundamentalmente un programa de promoción de la lectura, que se ha abierto camino en un país abatido por el analfabetismo funcional. Y ello no ha sido óbice para que la otra parte de su condición -la estrictamente profesional- también haya prosperado. La FIL es un proyecto estratégico para el desarrollo de la ciudad de Guadalajara en particular y de la industria editorial mexicana, y sus relaciones internacionales, en general.

Al parecer, la feria ha llegado al tope de su crecimiento cuantitativo. Este año, que se benefició con un incremento de más de 6.000 metros cuadrados de exposición, se oyeron por primera vez algunas quejas relativas a sus dimensiones. Pero ya no podrá crecer más. Qué bueno que así sea, para que no deje de ser abarcable y comprensible. Pero en términos cualitativos podrá seguir creciendo hasta llegar a ser, como ya lo anuncia promisoriamente, un foro literario universal de referencia obligatoria. -

Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948) es secretario de la Academia Mexicana de la Lengua y escritor. Su último libro publicado en España es Tres lindas cubanas (Tusquets).

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