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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

El infierno como estado de ánimo

Manuel Rodríguez Rivero

No sólo cada generación tiene su propia idea del Infierno, sino también cada uno de los individuos que la componen. Ni siquiera los Vicarios de Dios en la Tierra se ponen de acuerdo sobre la naturaleza de ese ámbito de castigo eterno que la humanidad (los humanes, como diría Mosterín) ha imaginado con distintos nombres desde el alba del mundo. Para Juan Pablo II -que debió de acordarse de sus compatriotas gaseados en la Shoah- el infierno sería, más que un lugar, una situación: la de los que no pueden ver ni sentir a Dios, una especie de Gehenna post-ilustrado. Para Benedicto XVI, a quien le ha tocado pastorear su rebaño entre fundamentalismos combatientes, el infierno es el de la tradición medieval, el de Dante, el que nadie ha descrito de modo más terrorífico que aquel jesuita que predicaba largo y tendido a Stephen Dedalus y sus condiscípulos en el inolvidable capítulo tercero del Retrato del artista adolescente: el mismo discurso que a muchos babyboomers del franquismo nos tocó escuchar (también aterrorizados) en aquellos espantosos "ejercicios espirituales" en los que nos machacaban con las cuatro postrimerías del hombre, las que plasmó Valdés Leal en sus tenebrosas pinturas. De aquel infierno joyceano se me han quedado grabadas en la mente las tres notas que lo resumían ("ilimitada extensión de tormento, increíble intensidad de dolor, incesante variedad de tortura"), y que debieron de resonar en la imaginación angloirlandesa del autor de Ulises como los tres famosos aldabonazos de Macbeth lo hicieron en la de Thomas de Quincey, quien terminó escribiendo un hermoso ensayo (On the Knocking at the Gate in Macbeth) sobre su efecto en el ambicioso rey asesino y en su esposa (a la que le habría avergonzado tener el "corazón tan blanco"). Hay otros infiernos: el de Sartre, por ejemplo, que en Huis Clos (estrenado en plena Ocupación, lo que sí fue un auténtico infierno para los que no colaboraron) tampoco es un lugar (aunque la "acción" transcurra en un "saloncito segundo imperio con un bronce sobre la chimenea"), sino que son "los otros", los demás: todos interactuando como ineludibles víctimas y verdugos. Los otros como Infierno; la idea estaba implícita en ese insoportable (y lúcido) elitista que era Ortega: "La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible", dice cayéndose con complacencia y sin estrépito de su turris eburnea. Los otros, la multitud: como la que formamos los que nos aglomeramos un fin de semana de Feria a lo largo del gigantesco Juego de la Oca -de caseta en caseta y tiro porque me toca- en pos de firma o libro o rostro (mediático). El infierno puede ser también, por no cambiar de escenario, el saloncito-carpa ante cuyo escritorio kitsch (y su telón de fondo de biblioteca noble) firma libro tras libro Ruiz Zafón, el héroe planetario de esta feria en la que no hay crisis, sino fiesta, fiesta, fiesta. Tenía razón Wojtyla: el infierno es una situación: el mío de ahora mismo, por ejemplo, es tener que terminar esto en plazo y no poder continuar, repantigado en mi sillón de orejas, mi lectura de Divisadero, de Michel Ondaadje (Alfaguara: uno de los libros que adquirió Valerie Miles en su meteórico cameo por la casa), posponiendo el relato de los infiernos privados de sus protagonistas. El infierno es la feria, pero también lo es que se acabe hasta el próximo año. El infierno, en definitiva, eres tú, improbable lector. Y lo soy yo, a quien ahora padeces.

Como el editor abusaba y el autor no solía ser muy ducho ni en sus derechos ni en discutir de pelas (entre otras cosas), surgió el agente literario

Agente

Hubo un estilo de edición, ya casi olvidado, en el que la fidelidad se daba por sentada. Un autor permanecía siempre en el mismo sello y, a cambio, el editor se comprometía (vagamente) a publicarle tanto las obras maestras como las deyecciones literarias. Claro que, para ser sinceros, esa lealtad solía jugar (con honrosas excepciones) a favor de la parte contratante de la primera parte, es decir, a favor del editor, que siempre llevó la voz cantante en esa peculiar relación de la que se solía hablar con metáforas conyugales. Simplificando: como el editor abusaba y el autor no solía ser muy ducho ni en sus derechos ni en discutir de pelas (entre otras cosas), surgió el tercero, el agente literario, como un San Jorge en defensa (interesada) de la damisela. Entre nosotros irrumpieron con fuerza -casi todos (¿o debería decir todas?) de la mano de mi admirada Carmen Balcells- a partir de finales de los setenta, cuando a la gente le dio por comprar las novelas de los jóvenes narradores, y los autores descubrieron de golpe el mercado. En un principio, a los editores no les gustó nada compartir con un intermediario el lecho del amor (y del poder), pero no han tenido más remedio que envainársela. Desde aquellos tiempos de la nueva narrativa ha corrido mucha agua, y grandes anticipos, bajo los puentes de la edición, además de sonadas rupturas "matrimoniales" y consiguientes trasvases de autores con novelas y bagajes a otras editoriales. Hoy hay muchos agentes, claro, y la competencia entre ellos se ha hecho más dura. Ahora ataca Andrew Wylie, que finalmente parece haberse enterado de que la novela española se vende bien en esos mundos de Dios. Mis topos me informan de que el agresivo Chacal ha iniciado una discreta, pero muy planificada, ofensiva cuya primera victoria se llama Antonio Muñoz Molina, uno de nuestros novelistas más conocidos internacionalmente. Bueno, y ya no les cuento más. Por ahora.

Biblioteca

Desde hace algunos años, Enrique Polanco, el editor de El Tercer Nombre, suele convocar a su casa (siempre nueva: le encantan las mudanzas) a un grupo de gentes del libro para celebrar la Feria. Este año nos juntamos allí una treintena de personas a las que dio de comer (excelentemente) Elena Figueras, especialista (entre otras cosas más espirituales) en sustanciosos caterings. Lo pasamos muy bien y despellejamos a dos o tres, como suele ocurrir en esas reuniones, pero supongo que el señor Rioyo les contará mañana en su columna algún otro detalle, lo que me permite ahorrármelos. Yo quería fijarme, sobre todo, en algo a lo que he venido dando vueltas desde entonces. Presidiendo el vestíbulo de su casa (en la que abundan los libros) Polanco ha colgado una enorme foto de Candida Höfer (Colonia, 1944) en la que se muestra la biblioteca del convento del Redentor en la veneciana Giudecca. Es una foto bellísima de la que me enamoré hace un par de años, cuando la vi expuesta en la galería Fúcares: me quedé con las ganas de adquirirla. No hay en ella figuras humanas (según costumbre de la autora), pero esa no es la ausencia más importante: las estanterías están absolutamente vacías. Se trata de un espacio vacante, pero repleto de sentido, sorprendentemente cálido y rebosante de promesa. No espera que lleguen sus huéspedes, pero no los excluye. Está ahí por sí misma, abierta a lo que venga, consciente de lo que hubo. Una hermosa biblioteca que respira, noble y sencilla como la arquitectura en que se aloja. Definitiva, eficaz, pura. Una biblioteca muda que contiene el mundo.

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