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Reportaje:EN PORTADA | Reportaje

Un lector que discute

Javier Rodríguez Marcos

En el otoño de 1980 Julio Cortázar escribió una carta imaginaria a Glenda Jackson. El escritor argentino acababa de publicar Queremos tanto a Glenda, que recoge un cuento del mismo título en el que un grupo de fans de la actriz británica se las ingenia para retocar sus películas con el fin de que sean intachables. Cuando ella, retirada hasta entonces, anuncia que vuelve a actuar, los fundamentalistas de su obra deciden matarla para, así, conservarla perfecta para siempre. En su carta-cuento -recogido dos años después en Deshoras, su último libro de relatos, con el título de 'Botella al mar'-, el narrador señala una inquietante coincidencia. A las pocas semanas de la publicación de su libro y sin tiempo, por tanto, de que apenas alguien lo hubiera leído (y mucho menos una actriz que no sabía español), Ronald Neame, el director de La aventura del Poseidón, estrenó una película protagonizada por Walter Matthau y la propia Jackson. La película, bienintencionada pero menor -"desde ya puedo decir que despreciable", apunta Cortázar-, cuenta las peripecias de una mujer que ayuda a fingirse muerto a un ex espía al que, de una tacada, persiguen la CIA, el FBI y el KGB. Todo ello mientras el perseguido escribe un libro para denunciar a su antiguos patrones. El título en inglés de ese libro es Hopscotch. Y la traducción de hopscotch al español es, y de ahí la inquietud de Cortázar, rayuela. Un escritor muerto y una actriz muerta: ¿respuesta?, ¿venganza?, se pregunta él. Lo deja en simetría.

"Enorme y triste parodia. Ni comedia ni bárbara", apostilla al final de 'Águila de blasón', de Valle-Inclán
"Estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio", le escribe Alejandra Pizarnik en una dedicatoria
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De Rayuela, también en la edición estadounidense de Pantheon, es decir, de Hopscotch, hay decenas de ejemplares entre los fondos de la biblioteca de su autor, depositados desde abril de 1993 en la Fundación Juan March de Madrid por Aurora Bernárdez, su viuda. El lugar, en la segunda planta de un edificio de los años setenta, serviría también para una película de espías: rotundo, simétrico, iluminado con frialdad y sin alardes. Más que gris, beis desleído, como las camisas de los celadores. Celia Martínez, bibliotecaria de la fundación, se mueve con familiaridad entre los 4.000 volúmenes que Cortázar dejó al morir en su apartamento parisiense de la Rue Martel. Son tres estanterías dedicadas a la literatura en todos sus géneros y una más, mucho menos nutrida, para los títulos de arte, filosofía e historia.

A la vista de los libros que sobrevivieron a viajes, mudanzas y separaciones, la biblioteca personal de Cortázar era la de un cronopio, por usar sus palabros, es decir, poco convencional, parcial y caprichosa. Más la de alguien que lee por puro placer que la de un profesional de nada: ni de la escritura ni, por supuesto, de la lectura. Muchos de los ejemplares que contiene -ediciones de Julio Verne, Octavio Paz o Borges- valdrían hoy lo suyo en el mercado bibliófilo, pero en manos del escritor argentino no fueron más que fuente de pasión, conocimiento y, por qué no, cabreo. Highsmith (Patricia) convive aquí pacíficamente con Hölderlin y Gracián lo hace con Gordimer (Nadine) y los tres Goytisolo. Lo mismo que los imprescindibles del budismo zen comparten espacio con antologías populares de relatos de vampiros y fantasmas.

Los libros de Cortázar -que, por subrayar, subrayaba hasta los periódicos- están llenos de apuntes a lápiz o a bolígrafo, en castellano, francés e inglés. También lo están de recortes de periódicos, fotos, dibujos propios y ajenos, remites separados de sus sobres y hasta alguna tarjeta de embarque. Su biblioteca es la de alguien que, en mil notas al margen, discute sin complejos con los clásicos. Así, a Cernuda le afea que coloque a Galdós al lado de Dostoievski y al final de su ejemplar de Águila de blasón, de Valle-Inclán, escribe: "Enorme y triste parodia, ni comedia ni bárbara". Por lo demás, conserva una edición de la Odisea de 1933 traducida por Leconte de Lisle y otra fechada el mismo año -él tenía 19- del Cantar de Mío Cid. Sorprende, eso sí, la ausencia del Quijote. Por su parte, entre los clásicos modernos que él mismo tradujo, ahí está todo Poe, pero sólo una edición de Losada y otra francesa de bolsillo de Memorias de Adriano, el gran éxito de Marguerite Yourcenar.

Repleta de libros dedicados por los amigos, no hay sin embargo ninguna copia de Cien años de soledad, aunque sí de otras obras, no muchas, de Gabriel García Márquez. Entre ellas, una edición de 1966 de La hojarasca dedicada a Cortázar "con la envidia y la amistad de Gabriel". La verdad es que algunas dedicatorias son verdaderas cartas que ocupan toda una página. Es el caso de la que estampa José Lezama Lima en la primera edición de Paradiso. "El mismo día que recibo su Rayuela le envío mi Paradiso", anota el escritor cubano, que se extiende luego subrayando la conexión con su colega argentino, una sintonía que, "casi sin habernos tratado", él atribuye unas veces a algún ancestro común, otras, "me parece como si los dos hubiésemos estudiado en el mismo colegio, o vivido en el mismo barrio o que cuando uno de nosotros dos duerme el otro vela".

En ocasiones el envío de un libro va acompañado de una premonición. Así, Alejandra Pizarnik decora unas de sus plaquettes con el recortable de una pareja de niños a la que ella misma bautiza con dos flechas: Julio y Aurora. Más tarde, en 1970, cuando la escritora le envía a su amigo desde Buenos Aires una separata de Papeles de Son Armadans, la revista mallorquina de Camilo José Cela, las guardas están llenas de fragmentos bastante menos luminosos: "En el hospital aprendo a convivir con los últimos desechos. Mi mejor amiga es una sirvienta de 18 años que mató a su hijo. Empecé a leer mucho. Te apruebo mucho políticamente. Tu poema de Panorama es grande porque me hizo bien". Y firma: "Alejandra, que tiene miedo de todo salvo (ahora, oh Julio) de la locura y la muerte. Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicido -que fracasó, hélas-". Dos años más tarde, Pizarnik conseguía suicidarse. Cortázar, por su parte, conservó hasta el final uno de los libros de la biblioteca de su amiga. Lo había escrito Ramón Gómez de la Serna, se titulaba Los muertos y las muertas.

El trato de Cortázar con los libros, queda dicho, es de todo menos idólatra. El escritor juguetea a placer con cada uno de sus volúmenes, muchos de ellos de bolsillo. Así, pinta barba y bigotes a Drácula en la cubierta de una edición barata de la novela de Bram Stoker y cambia a mano el título a la Antología del humor negro, de André Breton, para convertirla en Antología del humor bretón, por André Noir. Otras veces sus notas son las de un implacable cazador de erratas ("che, qué manera de revisar el manuscrito", anota mientras corrige el nombre de Somerset Maugham, mal escrito en las memorias de Pablo Neruda, un autor del que posee varios títulos dedicados con la intransferible tinta verde que usaba el poeta chileno.

Cortázar, además, usaba a veces los libros para anotar las circunstancias en las que los iba leyendo: "Leo en un restaurante de Rothemburg. Hace frío. Mucho Geis". Y otra vez: "En un café lleno de vampiros (...) y entonces, Salinas", anota en su ejemplar de las obras completas del maestro de la generación del 27 mientras trabaja en una antología de su obra. En ocasiones, en fin, el escritor se extiende en sus impresiones de lectura. Así, en la última página de Las estructuras antropológicas del imaginario, el clásico de Gilbert Durand, escribe unas palabras que tienen algo de reseña fulminante y algo también de poética privada: "Un gran libro en la medida que da a la imaginación todo su alcance. A los que oponen lo 'real' a lo 'fantástico' dando a éste un mero valor de compensación, G. D. demuestra que aun en las actitudes más racionales (...) los arquetipos y lo imaginario son elementos motores, creadores, dominantes, igual que cualquier capacidad racional del hombre". Toda una declaración de parte de alguien para el que la literatura era, sobre todo, realidad y fantasía, misterio y juego.

La biblioteca de Julio Cortázar en la Fundación Juan March de Madrid se completa con catálogos y monografías dedicadas a artistas como Balthus, Saura, Delvaux o Duchamp. Su archivo, entre tanto, se reparte entre las universidades estadounidenses de Austin -allí está el manuscrito de Rayuela- y Princeton. Con todo, el gran complemento de ese torrente de papel es, sin duda, la colección de fotografías y filmaciones que la propia Aurora Bernárdez donó el año pasado al Centro Galego de Artes da Imaxe. En el legado, que durante años guardó en París el pintor Julio Silva, íntimo de Cortázar, hay por supuesto, retratos en los que se ve al escritor en mil poses distintas o rodeado de sus amigos: con Lezama Lima en La Habana o, disfrazado de vampiro, con García Márquez en París.

Uno de los grandes valores del archivo gallego, no obstante, reside en la cantidad de material producido por el propio novelista. Por un lado, decenas de fotos tomadas por él, algunas de las cuales terminaron formando parte de proyectos narrativos como La vuelta al día en ochenta mundos, almanaque misceláneo de difícil clasificación, o en Los autonautas de la cosmopista, el particular libro de viajes por los aparcamientos de la ruta entre París y Marsella que escribió a cuatro manos con Carole Dunlop, su segunda mujer, fallecida dos años antes que él. Por otro lado, las películas en súper 8 rodadas en las docenas de lugares a los que Cortázar llevó su interminable curiosidad, ya se tratara de un hormiguero o de un parque natural en África.

Son otros 4.000 documentos para redondear un universo que ha inspirado a cineastas como Jana Bokova, Alexandre Aja o Tritán Bauer, por no hablar de los dos grandes: el Michelangelo Antonioni de Blow Up o el Jean-Luc Godard de Week End, dos filmes inspirados, respectivamente, en los relatos "Las babas del diablo" (de Las armas secretas) y "Autopista hacia el sur" (de Todos los fuegos el fuego). Nada extraño, por otro lado, en alguien que siempre relacionó cuento y fotografía, novela y cine. Aunque no siempre Glenda Jackson anduviera por medio.

Celia Martínez, bibliotecaria de la Fundación Juan March de Madrid, entre las estanterías de la biblioteca personal de Julio Cortázar.
Celia Martínez, bibliotecaria de la Fundación Juan March de Madrid, entre las estanterías de la biblioteca personal de Julio Cortázar.Bernardo Pérez
Ejemplares dedicados a Cortázar por Rafael Alberti, Octavio Paz, Pablo Neruda y Alejandra Pizarnik.
Ejemplares dedicados a Cortázar por Rafael Alberti, Octavio Paz, Pablo Neruda y Alejandra Pizarnik.Bernardo Pérez

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Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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