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Reportaje:EN PORTADA | El mito de Muerte en Venecia

El muchacho y la muerte

Vicente Molina Foix

Hace casi exactamente treinta años, el 31 de marzo de 1978, cientos de espectadores infatigables pasamos tres horas sentados en el suelo del teatro de Covent Garden, en Londres, asistiendo a una triple ceremonia fúnebre. Se trataba de la reposición del montaje original de la ópera Muerte en Venecia, de Benjamin Britten, estrenado en el verano de 1973 en el festival de Aldeburgh, y guardo de aquella velada, además de un programa manoseado, el recuerdo de las agujetas del día siguiente y la fascinación por descubrir, siete años después del estreno de la versión cinematográfica de Muerte en Venecia, que había otra música posible -más allá de los fragmentos de las sinfonías 3ª y 5ª de Mahler elegidos como banda sonora por Luchino Visconti- para acompañar la nouvelle de Mann y evocar a la vez las aguas de Venecia y su malsano poder de encantamiento. La historia relatada por la novela, la película y la ópera es, por supuesto, luctuosa, pero esa noche nadie era ajeno en Covent Garden al hecho de que el compositor inglés había muerto poco más de un año antes (meses después del fallecimiento del propio Visconti), y de que aquellas representaciones de la primavera de 1978 constituían un memento a Britten y un homenaje al que bien podríamos llamar, en lenguaje contemporáneo, su viudo, el tenor Peter Pears, a quien está dedicada la obra y volvía a cantarla en escena.

En una carta de 1932 a sus hijos, Mann cita a Platen: "Todo lo que queda de Venecia está en la tierra de los sueños"
El escritor, hospedado en 1911 en el Hotel des Bains del Lido, encontró allí a un bello muchacho que le cautivó y le inspiró
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Pears ya no tenía entonces, en plena forma, a sus 66 años, la voz -nunca muy amplia ni muy hermosa, aunque de dicción esmerada y gran finura tímbrica- para la que su pareja amorosa de casi cuatro décadas creó tantos papeles memorables, desde el titular de Peter Grimes o el del mayordomo Quint de Otra vuelta de tuerca hasta, por supuesto, el Gustav von Aschenbach de Muerte en Venecia, además de algunos de los mejores ciclos de canciones del siglo XX. El público estuvo, en todo caso, de su parte, con el entusiasmo que suelen marcar esos llamados Proms londinenses en los que las butacas de patio del teatro de Covent Garden o la sala de conciertos del Royal Albert Hall son levantadas para que los aficionados entren, a precios muy reducidos, y asistan paseando (de ahí la palabra: promenade), de pie o, en su mayoría, acurrucados en el suelo.

La novela corta de Mann contiene elementos autobiográficos, tanto en la parte digamos reflexiva como en la anecdótica, ya que también el escritor alemán, hospedado en 1911 durante una semana (con su esposa y su hermano Heinrich) en el Hotel des Bains del Lido veneciano, principal escenario de la acción, encontró allí a un bello muchacho que le cautivó y le inspiró, tomando para la construcción de su Gustav von Aschenbach rasgos literarios y personales del poeta alemán del XIX August von Platen, La muerte en Venecia. Platen, según un crítico francés "el primer gran poeta homosexual en el sentido moderno", fue también autor de unos hermosos y muy pictóricos Sonetos venecianos y murió de la peste en Sicilia; Mann, que le defendió en un ensayo de la incomprensión en su día mostrada por Goethe, gustaba de citar el poema de Platen titulado Tristan (como un cuento del propio Mann) que arranca con estos versos: "Quien con sus ojos la belleza ha visto, /está ya entregado a la muerte". Y en una carta de 1932 a sus hijos Erika y Klaus mientras se alojan en el mismo Hotel des Bains, el autor de La montaña mágica, hablándoles con una ambigua mezcla de condena y nostalgia de la ciudad de la laguna, les cita algo que dijo Platen: "Todo lo que queda de Venecia está en la tierra de los sueños".

La muerte en Venecia de Mann fascina pero no llega a ser, a mi juicio, un relato perfecto; su discursividad teórica y sus pasajes oníricos pueden resultar plomizos, y tampoco faltan imágenes de dudoso lirismo (particularmente en el capítulo 4). Esos lastres pasaron casi intactos a las dos adaptaciones de Visconti y Britten, que, quitándole al título el artículo del original, son en todo lo demás muy fieles al texto novelesco, coincidiendo a menudo película y ópera en soluciones plásticas y trazo dramático. Sin constituir ninguna de ambas las obras maestras que podía esperarse de sus respectivos y grandes autores, me inclino a pensar que, frente al relativo envejecimiento sufrido por la cinta de Visconti (a causa sobre todo de la amanerada interpretación del otras veces excelente Dirk Bogarde), la ópera de Britten prevalece en función del racconto sonoro que el músico, maestro de la narratividad musical, desarrolla, reanimando la torpona palabrería de los monólogos que su libretista Myfanwy Piper le endilga en un intento de pasar la mayor cantidad posible de información trascendente. Y así como Visconti introduce con notable inteligencia fílmica el uso de las panorámicas lentas para plasmar la morosidad y avidez de la mirada de su protagonista (convertido en el guión en músico y no en escritor) al efebo Tadzio, Britten, inspirándose una vez más en la música balinesa, orquestó con un riquísimo dispositivo de los instrumentos de percusión la idea central de la pasión desordenada latente en todas las páginas de la novela, que el propio Mann sintetizó así: "¿Qué podían importarle ahora el arte y la virtud frente a las ventajas del caos?".

El segundo y más llamativo logro de la ópera es, aunque inesperado, deslumbrante: la conversión del personaje de Tadzio no en una voz blanca sino en una sibilina criatura alada siempre silente, que exhibe su tentadora inocencia a través de la pura expresividad del cuerpo. El Tadzio operístico ni siquiera dice frases sueltas en francés o polaco, como el cinematográfico; sólo danza, en una obra con sustanciales partes de ballet. Quizá una variante más carnal del erotismo pederástico que (según confirma el reciente y nada sensacionalista libro de John Bridcut Britten's children) fue dominante en la sexualidad (¿sublimada?) de Britten, el músico que siempre con extraordinaria calidad y en mayor cantidad ha escrito para voces infantiles masculinas.

Y para aquellos que piensen viscontinianamente que el Adagietto de la 5ª de Mahler es la única banda sonora posible para La muerte en Venecia de Thomas Mann, las palabras que Golo Mann le escribió en 1970 a Britten al saber que éste, sin desanimarse por el ya iniciado rodaje de Visconti, proseguía con su proyecto de ópera: "Mi padre solía decir que si alguna vez se hacía una ilustración musical de su novela Doktor Faustus, usted sería el compositor adecuado".

Death in Venice (Muerte en Venecia), de Benjamin Britten. Del 13 al 30 de mayo. La muerte en Venecia. Una danza macabra de John Neumeier. Hamburg Ballet. Del 19 al 24 de mayo. Teatro del Liceo (Barcelona). www.liceubarcelona.com

Uli Kirsch (Tadzio) -a la izquierda- y Hans Schöpflin (Gustav von Aschenbach), en la ópera <i>Muerte en Venecia, </i>de Benjamin Britten.
Uli Kirsch (Tadzio) -a la izquierda- y Hans Schöpflin (Gustav von Aschenbach), en la ópera Muerte en Venecia, de Benjamin Britten.MARCEL-LÍ SÀENZ

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