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Columna
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Tanto peor para los hechos

Jesús Mota

Debería estar bien claro a estas alturas que una de las decisiones energéticas más responsables que puede tomar el Gobierno es prolongar la vida útil de las centrales nucleares en funcionamiento. El argumento central, que hasta ahora ha resultado indestructible para la compenetrada pareja que forman el ministerio de Medio Ambiente y las organizaciones ecologistas, es que la producción nuclear resulta insustituible en el horizonte que puede planificarse desde hoy. Quien pretenda cambiar megavatios nucleares por eólicos, que tome nota de la imposibilidad de confiar el suministro eléctrico a una producción que un día suministra 8.000 megavatios y otro no llega a 40; y quien espere buenas noticias de la electricidad solar, que calcule la superficie de placas necesaria para jubilar un solo grupo nuclear. Como es de suponer que el presidente del Gobierno y sus asesores conocen bien estos hechos, la deducción lógica es que cuando se anuncia que en el programa electoral se incluirá el cierre escalonado de las centrales nucleares están entreteniendo a la opinión pública con una farsa que puede cambiar de argumento después de las elecciones. O eso o hacen honor a la máxima hegeliana de que si los hechos no acompañan nuestras ideas, "tanto peor para los hechos"

La mejor opción energética es prolongar la vida útil de las nucleares. Pero hoy no se dan las condiciones para construir nuevas centrales

Una vez sentada la pertinencia de dar el primer paso de prolongar la explotación de las nucleares existentes, el segundo paso, es decir, la construcción de nuevos grupos, que sin duda facilitarían el cumplimiento del Protocolo de Kioto, se antoja más difícil. Con cierta frecuencia se menciona la aversión que tienen los votantes españoles y europeos a la energía nuclear. Las opiniones cambian o se suavizan con el tiempo. Los obstáculos principales son de carácter político y económico. Supongamos que una empresa o grupo de empresas tuviera capacidad para deglutir en sus cuentas de resultados el coste de unos 3.000 millones por planta nuclear y paciencia para cargar con las fatigas de un plazo de construcción de dos o tres años, que la peculiar eficiencia española suele duplicar. Pues bien, incluso así, probablemente ninguna empresa española o grupo de ellas aceptaría el negocio.

El misterio debe desentrañarse en las peculiaridades de la política energética española y en la singular relación de los poderes públicos con los poderes energéticos. Para que fuera posible activar un programa nuclear en España, es decir, para que una empresa o grupo de empresas decidiera construir una o varias plantas nucleares, deberían darse las siguientes condiciones mínimas, cuya enumeración aclara los recovecos de esa singularidad:

1. El Gobierno debería declarar formalmente el fin de la moratoria nuclear. Es de clavo pasado que la moratoria nunca se suprimirá si el ejecutivo no está bien seguro de que una parte significativa de la opinión pública apoya la decisión o, en su defecto, no le cuesta votos. Tampoco si no aparecen nuevos programas nucleares en otros países europeos.

2. El Gobierno debería asegurar a los constructores que en el plazo de explotación de una central -mínimo 20 años- no se decidiría una nueva moratoria que desbaratase la inversión realizada. El requisito es retórico. Quizá podría salvarse con lo que se suele llamar "un pacto de estado" del Gobierno y la oposición.

3. La empresa o grupo de empresas debería tener garantizado una tarifa eléctrica suficiente para amortizar la inversión. La tarifa actual, desde luego, no cumple esa condición. Los consumidores tendrían que estar informados de cuál es el coste de la amortización, al menos mientras exista una tarifa única. Tiene que quedar bien claro además que el kilovatio nuclear es extremadamente competitivo cuando se genera en grandes cantidades por grupos nucleares que producen en cadena. La rentabilidad de una o dos centrales nuevas es limitada; la de seis o siete en cadena hunde los costes de producción y aumenta los beneficios. Cuestión de amortizaciones, sinergia de tecnologías y economías de escala.

4. Las empresas querrían sin duda quedar a cubierto del riesgo regulatorio. Es decir, no estarían dispuestas a pagar decisiones legales, nacionales o comunitarias, que, por ejemplo, implicasen un encarecimiento en el coste de la seguridad o en el tratamiento de los residuos.

El supuesto anterior y las cuatro condiciones brevemente expuestas son suficientes para entender que hoy no es posible ese segundo paso nuclear. Por ahora, basta con que el Gobierno se decida a dar el primero.

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