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Crónica:SILLÓN DE ORJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

La peor pesadilla

Manuel Rodríguez Rivero

Yo soy tu peor pesadilla, le escupe John Rambo al protervo coronel Zaysen en la más bien fascistona Rambo III. Pienso en las mías: las que me despiertan a media noche empapado en sudor y espanto y emitiendo el mismo grito primal que debí lanzar cuando fui definitivamente expulsado del calor visceral y materno a un mundo en que acabaría siendo contemporáneo de gentes como Ahmadineyad y Berlusconi, valga la redundancia. La otra noche, por ejemplo, soñé que en el avión que me llevaba al otro lado del mundo iba sentado -y sin posibilidad de cambiarme- al lado de Pilar Rahola, que, además, tenía un día particularmente vehemente y gritón: no saben lo mal que lo pasé. La peor pesadilla de uno es siempre su Némesis, su yo más oculto disfrazado de castigo inevitable: Sherlock Holmes era la de Moriarty, el juez Bermejo la de las "piezas cinegéticas" que masacra ("la izquierda no entiende la caza", ha declarado este impávido neocon disfrazado de Saint-Just), Hyde la de Jekyll, Camps la de Rajoy, Ortega la de Gasset. Y Stalin, definitivamente, la de Trotski. Leo con fervor estival la última entrega historiográfica del apasionante drama mexicano (e internacionalista proletario) de traiciones y fanatismos resuelto con un pico de partir hielo el 21 de agosto de 1940, cuando el mundo ya estaba inmerso en la nueva carnicería. Stalin's Nemesis, the Exile and Murder of Leon Trotsky, de Bertrand Patenaude (Faber & Faber, 20 libras), se centra en las últimas semanas de la vida del más brillante escritor entre los líderes bolcheviques (para comprobarlo basta repasar Mi vida, publicado por Debate), pero con frecuentes retrocesos a épocas anteriores. Patenaude se ha beneficiado de los documentos del archivo Trotski almacenados en la Universidad de Stanford para rastrear en las relaciones del célebre exiliado: su amistad con Diego Rivera, por ejemplo, su relación con Ramón Mercader, su asesino, y su romance (en las narices de su esposa Natalia Sedova) con Frida Kahlo. Una historia inmortal contada de nuevo.

Pantallas

A menudo, mientras espero que se apaguen las luces de la sala y comience de nuevo la magia, recuerdo aquel comentario de Edgar Morin en El cine o el hombre imaginario (edición disponible en Paidós en la misma traducción de Gil Novales que publicó Seix Barral ¡en 1961!), en el que se refería a la oscuridad como medio de aislar al espectador "disolviendo las resistencias diurnas y acelerando todas las fascinaciones de la sombra". Es curioso: se le aísla, pero no permanece solo, sino acompañado de otros tan aislados y receptivos (al menos inicialmente) como él. Terenci Moix hablaba en uno de los artículos que publicó en los sesenta en la inolvidable Film Ideal de esas vidas "repentinamente no vidas" de los espectadores, suspendidas temporalmente durante la proyección. Desde entonces ha pasado mucho tiempo, y el cine, sus herramientas y técnicas, y las ceremonias que lo acompañan se han transformado profundamente, pero algunas cosas siguen siendo igual que en los lejanos comienzos del barracón de feria. Leo en La pantalla global (Anagrama), un importante ensayo escrito al alimón por Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, acerca de esas transformaciones y permanencias en un mundo en el que todo parece tener que pasar por alguna pantalla (de cualquier tipo: desde la del cine a la del móvil) para adquirir el estatuto de lo real. Y, sin embargo, todavía sentimos el mismo cosquilleo anticipado en esos momentos -ya se han apagado las luces, ya va a comenzar la película, ya reina el silencio- en que somos conscientes de que allí delante, frente a nosotros, en el gran lienzo iluminado, nos van a contar otra historia que nos disponemos a escuchar con "una atención y un placer parecidos a los de los niños". Siempre fue así: el cine llegó oportunamente, justo cuando las vanguardias fragmentaron los relatos y antes de que las masas se sintieran enajenadas de las creaciones de artistas y contadores de historias. Por eso se convirtió en el arte más popular, en el único capaz de proporcionar masivamente no sólo evasión y consuelo, sino también conocimiento y conciencia. No "ir" al cine, conformarse con el pobre remedo de las pequeñas pantallas, se me antoja una mutilación de una de las experiencias que fundaron nuestra modernidad.

Imperialismos

Ya sé que soy injusto, que no debería dejar que mi imaginación y mis prejuicios derrotaran a la necesaria sindéresis, al juicio equilibrado, a la mesura obligada en cuantos gozamos del privilegio de dirigirnos a los lectores, por improbables que, en lo que a mí se refiere, puedan ser. Pero no puedo evitarlo, es como una especie de reflejo condicionado: cada vez que oigo "Berlusconi" o que distingo en la tele o en las revistas su imagen bien trajeada (ah, los trajes: ¡cuántas charranadas se cometen por tan pocos metros de tela!) me vienen a la memoria los primeros versos de Faccetta nera, aquella tonadilla que los fascistas italianos cantaban en Abisinia durante su gran momento imperialista y que yo oí por vez primera en la voz un poco napolitana (y antifascista) de Carlos Elordi. En cuanto al imperialismo, al que Lenin consideraba la fase superior del capitalismo (véase el ómnibus Imperialismo, publicado por la editorial Capitán Swing, que reúne la obra pionera de John A. Hobson, y la del líder bolchevique) sólo porque no tenía ni idea de lo que llegaría después con la globalización, me interesa señalar la reedición en lengua inglesa (Monthly Review) de un libro que, aunque polémico y militante, y muy marcado por el momento histórico en que fue publicado, sigue siendo fundamental para comprender las relaciones entre el contexto histórico y los autores y obras que contribuyeron directa o indirectamente a la consolidación de la retórica y la mitología imperialista. The Mithology of Imperialism, subtitulado A revolutionary Critique of British Literature, fue publicado originalmente en 1971. Su autor, Jonah Raskin, era entonces una conocida figura de la izquierda contracultural norteamericana, uno de aquellos hippies radicalizados que participaron en todas las causas antistablishment que les salieron al paso. Biógrafo de Abbie Hoffman y de Allen Ginsberg, Raskin fue evolucionando posteriormente hacia posiciones pacifistas y liberales. Su libro, centrado en la obra de Conrad, Kipling, Forster, D. H. Lawrence y Joyce Cary, ha tenido una enorme influencia en la generación de críticos que, como Edward Said, darían impulso a los estudios poscoloniales. Sería bueno que algún editor español le echara un vistazo.

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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