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Columna
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Los perros que no ladraron

Según la tradición popular china, los perros aúllan en las calles antes de un terremoto. Se supone que los economistas profesionales tenemos la misma función. Supuestamente, sí. Pero a veces no vemos lo que claramente se nos viene encima. Naturalmente, me refiero a la burbuja de la vivienda e inmobiliaria estadounidense antes de 2006. Destinada a estallar -como ha estallado y sigue aún dando coletazos-, ha sorprendido y conmocionado a los bancos centrales de todo el mundo y a los burócratas de Washington.

Más importante es que el hundimiento de los precios de las casas ha provocado enormes pérdidas a ricos y pobres por igual. Ésa ha sido una consecuencia evidente de la brusca caída de precios. Sin embargo, ni siquiera imaginábamos el hecho real de que toda la estructura crediticia mundial -incluso los créditos no relacionados con el préstamo inmobiliario o hipotecario- se congelara hasta el punto de amenazar con la quiebra y con pérdidas a empresas y familias corrientes.

El sentido común dicta que quienes clasifican obtendrán más negocio y más beneficios si les dicen a sus clientes lo que éstos quieren oír

Un profesor de prestigio invitado en The New York Times señalaba que una virtud de las frenéticas prácticas financieras era que daban la oportunidad de poseer una vivienda a personas menos pudientes. Pero ese experto no lanzó ninguna advertencia de que la propiedad de una vivienda, fomentada por engañosos prestamistas que no exigen garantías, en ciencia económica se traduce en una peligrosa apuesta apalancada y de alto coste que da por hecho que la burbuja inmobiliaria va a durar para siempre.

Allá por, digamos, 1990, después de una caída anterior en el precio de las viviendas, eran los bancos locales los que concedían las hipotecas. Dichos bancos conocían a fondo a sus clientes y los vecindarios de la localidad. Eso era antes. En la última década, nacieron 1.000 fondos de cobertura no reglamentados. Nuevas opciones no transparentes (opciones de venta, requerimientos de pago, créditos recíprocos) han sustituido a la sencilla posesión de acciones y bonos puros y duros, sin préstamos apalancados.

Además, las hipotecas de hoy están titulizadas. Los bancos las dividen en paquetes clasificados. Los préstamos más seguros prometen rendimientos más bajos. Los inflados préstamos con elevado riesgo crediticio son los que más rendimiento ofrecen al comprador (siempre que no se produzcan impagos). ¿Parece todo esto inocente y seguro? A los lectores les costará creerme si les digo que las agencias de clasificación (Moody, Fitch, McGraw-Hill, S&) concedían la calificación AAA, la más elevada, tanto a los paquetes de buen queso como a los de queso podrido.

Economistas y banqueros aclamábamos estos nuevos métodos que podrían extender de manera eficaz el reparto del riesgo. Lo que no previmos es que, en lugar de reducir el riesgo, estos nuevos instrumentos pueden tentar a los individuos a endeudarse en una proporción de 2 a 1, de 10 a 1 o incluso de 50 a 1.

¿Por qué las agencias de clasificación aprobaban tanto lo bueno como lo malo? Los que venden estos paquetes no transparentes pagan a las agencias de clasificación. El sentido común dicta que quienes clasifican obtendrán más negocio y más beneficios si les dicen a sus clientes lo que esos clientes quieren oír, para que luego puedan convencer a los ingenuos que asumen el riesgo de que aporten fondos para seguir inflando más la burbuja de la vivienda.

Se supone que los bancos centrales deben controlar los procedimientos utilizados en el mercado monetario. Mi hipótesis es que el gobernador de la Reserva Federal, Ben Bernanke, o el gobernador del Banco de Inglaterra, Alwyn King, estaban tan centrados en prevenir la inflación que no prestaron atención a la inminente crisis crediticia en los mercados privados.

Repetidamente oíamos a los economistas declarar que los bancos centrales no debían acudir en ayuda de inversores incautos que incurrían en pérdidas por culpa de una inversión imprudente. El hacerlo sería fomentar más imprudencia en inversiones futuras. Y es cierto, pero una vez que Roma se incendió, Nerón no podía dejar que las cosas siguieran su curso para enseñar a la gente a tener cuidado con las cerillas. Por fin, tarde pero no demasiado, el Banco Central Europeo indujo a la Reserva Federal e incluso al Banco de Inglaterra a evitar una crisis macrofinanciera, inyectando dinero recién creado en el sistema bancario. Más vale tarde que nunca.

© 2007, Paul A. Samuelson. Distribuido por Tribune Media Services.

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