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Los poetas muertos

No sé de dónde me viene esta obsesión por las tumbas. Todo empezó en París hace algunos años, cuando un amigo chileno me llevó de la mano a visitar la tumba de Cortázar, en el cementerio de Montparnasse. No es que el sitio tuviera nada de particular, pero encima de la lápida había una nubecita gris y el aura del lugar hacía que pudieran suceder cosas extrañas o inventadas. Para Cortázar la invención consistía en clavar un dardo en el centro de la realidad y transformar cualquier episodio banal en lo nunca visto. Qué quieren, París, veinte años, el tiempo que pasa despacio cuando se es joven...

Hay algo insólito en la quietud de las piedras. Algunas tienen una dimensión blanca como la ventana de una habitación encendida al anochecer. Así me pareció la tumba de Josep Pla en el pequeño cementerio de Llofriu, en el Ampurdán, un rectángulo misterioso de mármol flanqueado por siete cipreses y dos matas de azaleas en medio del silencio de la campiña. Sin embargo la tumba de Antonio Machado produce una sensación imprecisa, igual que los días que se quedan a medias. El sol de Colliure le da a la losa una calidad vibrátil como las voces de los chavales que acuden cada día en peregrinación desde cualquier instituto. En el buzón de cristal que hay a un lado de la lápida se ven cientos de mensajes en trocitos de papel enrollados como papiros. Estuve un rato allí de pie, fumando y pensando que el poeta debía de encontrarse a gusto en aquella colina, junto al mar. También pensé en el tristísimo invierno de 1939. Su recorrido en tren hasta la frontera y luego a pie por los Pirineos, bajo la lluvia, mientras los fascistas entraban en Barcelona.

Tal vez sólo los poetas pueden permitirse el final que han merecido sus sueños. "Moriré en París con aguacero/ un día del cual tengo ya el recuerdo/ ...Jueves será" -escribió César Vallejo, peruano, flaco y desalmado con la sintaxis-. Su sepulcro parece un altar de Santería. Hay guantes largos de terciopelo dignos de Gilda, un cigarrillo con la boquilla manchada de carmín, una botellita de perfume caro y un lápiz de ojos con la punta recién afilada. Sé de más de uno que daría la vida por ser recordado con tanto misterio.

Pero de todos los cementerios el más inquietante, sin duda, sigue siendo el de Novodievichi, en Moscú, donde está enterrado Antón Chéjov. Lo visité un día de noviembre hace ahora dos años. Mientras dejaba una ramita de abeto sobre la tumba del escritor, el disidente ruso Alexandr Litvinenko, que investigaba la muerte de la periodista Anna Politkóvskaya, moría en Londres envenenado con una sustancia altamente radioactiva. Hubo una época en la URSS en que ser escritor significaba morir joven. En Novodievichi hay una buena representación no sólo de poetas sino también de científicos... Muchos de ellos fallecían de un ataque al corazón según el Pravda y la ley del silencio se encargaba de lo demás. Al otro lado de los abedules nevados que guardan el sueño de Chéjov, se extiende el largo invierno ruso con olor a carbonilla, cubriendo el cielo de aquella ciudad incurable y gótica, de poetas y espías. El pasado y el presente cruzados en la córnea de un ojo de hielo. Lo demás es literatura.

Susana Fortes (Pontevedra, 1959) es autora, entre otros libros, de la novela Quattrocento (Planeta, 2007).

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