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Columna
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Al principio de todo está Sciascia

Leonardo Padura

Parece que han pasado siglos -al menos desde la perspectiva de la cultura y la mitología popular- desde que en 1961 el escritor siciliano Leonardo Sciascia publicara su novela El día de la lechuza y, como parte de las enconadas reacciones que el libro provocara, la democracia cristiana italiana se atreviera a afirmar, con esa tranquilidad que la caracteriza en sus declaraciones políticas, que en aquel país no existía una organización económico-criminal llamada mafia: si acaso, dijeron, lo que sobrevivía allá en la Sicilia profunda eran cofradías tradicionalistas que se regían por viejos códigos de honor. Aunque hoy nadie se atrevería a poner en duda la existencia de la mafia siciliana, la pègre marsellesa o de una camorra namarsellesa o de una camorra napolitana que condena a muerte a escritores incómodos, sí resulta evidente que aún no se han resaltado, conveniente y convincentemente, las cualidades que convierten la obra de Leonardo Sciascia en una de las más importantes precursoras de la profunda renovación de la literatura policial o novela negra que se produjo en las décadas finales del pasado siglo y que sobrevive hasta hoy. A veces, incluso, ni se recuerda que, junto a autores como el brasileño Rubem Fonseca y el norteamericano Donald Westlake (en su momento literariamente distantes entre sí, pero conectados por los reclamos de la época y el agotamiento de un cierto tipo de escritura), Sciascia fue uno de los encargados de establecer, en el decenio de 1960, los presupuestos estéticos y sociales de lo que sería la revolución conceptual que al fin le conferiría un carácter literario y social indiscutible a la narrativa policial. Si Hammett y Chandler fueron capaces de darle densidad artística a la novela negra, Sciascia fue el primero que, violando todos los cánones que ni siquiera Hammett y Chandler se atrevieron a franquear, se propuso el necesario acercamiento entre el género y la Novela, y fue el primer escritor en pensar las historias de crímenes, delincuentes e investigadores como un gran arte del siglo XX. Sin embargo, creo que tampoco se ha valorado suficientemente el hecho de que su amarga, desencantada y muchas veces profética visión de la realidad italiana casi siempre se haya concretado a través de novelas en las que se valía, precisamente, de algunos recursos propios del llamado género policial y el de encuesta judicial. Y estoy seguro de que la causa de todas estas faltas de reconocimiento y valoración cultural se deben, precisamente, a que los mayores aportes literarios de Leonardo Sciascia fueron realizados desde la participación en una tipología narrativa que todavía hoy es considerada marginal por un sector considerable de la academia y de los medios. Sciascia murió hace veinte años. Pero los tentáculos de magisterio que tendió hacia tantos escritores de tantas partes del mundo siguen dando frutos. Los dio en un discípulo agradecido como Manuel Vázquez Montalbán o en uno tan peculiar como Jean-Claude Izzo, y los sigue dando en Andrea Camilleri, Petros Markaris, los best sellers nórdicos, los autores del neopolicial iberoamericano. Porque en la génesis de toda la buena novela policial que hoy se escribe en Occidente está la obra de un escritor que, simplemente, se dedicó a mirar el mundo desde la altura de una colina siciliana, agreste y rocosa. Y a escribir las historias que hasta allí le llegaban.

Leonardo Padura (La Habana, 1955) publicará en septiembre la novela El hombre que amaba a los perros (Tusquets. 584 páginas. 22 euros). La novela A cada cual, lo suyo, de Leonardo Sciascia, se ha reeditado este año (traducción de Juan Manuel Salmerón. Tusquets. Barcelona, 2009. 160 páginas. 14 euros; A cadascú el que és seu. Traducción de Francesc Parcerisas. Edicions 62. Barcelona, 2009. 160 páginas. 16,50 euros).

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