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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Una reina que lee y otros peligros

Manuel Rodríguez Rivero

Todos los políticos, sean o no ministras o ministros (incluido el astro ascendente CAM: no confundir con las siglas de la Canadian Association of Midwives, que agrupa a las comadronas de aquel país), además de sus esposos o esposas, sus asesores, sus guardaespaldas, los chóferes de sus coches, los directores generales, los guardias civiles que controlan la seguridad de los ministerios, y hasta los mismísimos monarcas y la Royal Family española en pleno, deberían leer Una lectora nada común, la novella de Alan Bennett que Anagrama publicará el jueves. Y no me digan que no tienen tiempo: sus 118 páginas se leen en tres visitas pausadas al excusado o en lo que dura el puente aéreo a Barcelona. La lectora nada común (The uncommon reader, título original que hace un guiño al ensayo The common reader, de Virginia Woolf) no es otra que Isabel II de Windsor, monarca (por ahora) del Reino Unido y de otras dieciséis naciones (incluida Tuvalu, tan diminuta) con sus correspondientes territorios ultramarinos y dependientes. Resulta que un día, mientras Su Majestad curiosea por las dependencias de Buckingham (la Constitución y la Democracia introdujeron, afortunadamente, el aburrimiento en la realeza), entra a cotillear en un bibliobús del distrito de Westminster aparcado muy cerca de la puerta trasera de las reales cocinas. A partir de ese momento HM (Her Majesty), asesorada por un pinche desgarbado (y gay), se convierte en una adicta a la lectura. Lo que no deja de tener consecuencias: como que, a partir de ese momento, ya no pregunta protocolarias boberías, sino que su nuevo y particular Lesewut ("furor de leer" que se extendió por Alemania en el XVIII) le induce a interesarse por obras, autores y personajes. HM descubre que las criaturas de ficción tienen vida interior y, por tanto, también pueden tenerla sus modelos de carne y hueso. Esta divertida comedia de costumbres -tan británica como el steak and kidney pie- confirma a Alan Bennett en la estela de Waugh y, más lejos, de Thackeray. Y, además, me encanta que a HM le guste Alice Munro; por cierto, ¿aún no han leído La vista desde Castle Rock (RBA)? La verdad, no entiendo que estén perdiendo el tiempo en esta página mientras los relatos de Munro les aguardan en las librerías. De nada, a mandar.

Se llevan los libros de no ficción (aunque no sólo) de tamaño ínfimo, contenidos breves y precios desproporcionados

Tamaños

A finales del último milenio Areté, un sello en el que mandaba mucho mi admirada Carmen Balcells, comenzó a publicar novelas de tamaño chocante. Los más de 25 centímetros de alto por 16 de ancho de las novelas aretianas suponían más de 100 centímetros cuadrados "extra" por ejemplar en el codiciado y exiguo espacio de las mesas de novedades. Los volúmenes crecieron para ocupar más sitio y desplazar a otros en lo que resultó un astuto empujoncito mercadotécnico al darwinismo librero que ya de por sí impone el mercado de la ficción. Y, de paso, la hipertrofia servía para justificar el aumento de los precios. El nuevo tamaño fue imitado por muchos editores con el entusiasmo mimético típico de este sector. De repente, las estanterías de los hogares lectores quedaron obsoletas: los libros no cabían verticales y tenían que colocarse apilados en posición horizontal, como si estuvieran practicando un extraño kamasutra librero. Desde entonces Manuel de Lope, Rushdie y Yoko Ogawa, por ejemplo, permanecen en mi atiborrada biblioteca acostados una encima de otros en un anaquel especial, y no en su correspondiente lugar alfabético o lingüístico, donde ya no caben de pie. En fin, la moda sigue todavía (véanse los libros que edita 451), pero con menos virulencia. Y, ahora, nuevo movimiento pendular también miméticamente universalizado: se llevan los libros de no ficción (aunque no sólo) de tamaño ínfimo, contenidos breves (artículos, conferencias, extractos, cartas: a menudo, sobras completas) y precios desproporcionados. No he contado menos de una cuarentena de sellos que los publican. En general se venden como "destilaciones" o "quintaesencias" del pensamiento de sus autores, pero vayan con ojo. Destaco algunos interesantes que he leído últimamente: el Elogio de Sócrates, de Hadot (colección El Arco de Ulises, de Paidós), Culturas líquidas en tierra baldía, de Bartra (Dixit, de Katz), o Un pistoletazo en medio de un concierto; acerca de escribir de política en una novela, de Gopegui (Foro Complutense). Ya le tengo apalabrada una nueva estantería ad hoc a un carpintero de Lilliput que me han recomendado.

Aznariana

Quizás algunos de mis improbables lectores se acuerden (en todo caso está en YouTube) de la célebre "escena de la oreja" de Reservoir dogs (1992): el Sr. Rubio (Michael Madsen) saca una navaja de afeitar de su bota y, mientras en la radio suena Stuck in the middle with you (un estupendo tema de los setenta interpretado por Stealers Wheel), baila jugando con el arma una danza terrible y feral alrededor de un policía atado a una silla y cuya boca han tapado con cinta aislante: al ritmo de una música que invita al horripilado espectador a mover los pies, el prisionero gana algunas cicatrices, pierde una oreja y se dispone, aterrorizado y sin poder chillar, a convertirse en antorcha humana. Por alguna razón que tiene que ver con las víctimas y con las bromas de mal gusto, he recordado la secuencia a propósito de las infaustas declaraciones del señor Aznar acerca de Irak, tras un lustro de invasión y guerra con muertos nada difusos. Ahora que la situación "no es idílica, pero es muy buena" y el fuego de los coches-bomba ilumina cada dos por tres el cielo de la ciudad, quizás sea el momento para que el ex presidente busque piso en Bagdad, se haga con una segunda residencia en Tikrit y convenza a su yerno, señor Agag, para que asesore allí a alguna empresa de patinetes de fórmula 1, un desafío, pero quizás también una oportunidad, en un país donde la historia más reciente (incluidas una sangrienta dictadura genocida, tres guerras devastadoras y las salvajadas del terrorismo) ha dejado a buena parte de la población sin una o las dos piernas. Todo lo cual me conduce a confesar con cierta desazón que tengo grabada indeleblemente en un rincón de mi ya deteriorado cerebro aquella foto isleña en que el Emperador tejano pasa su brazo izquierdo por encima del hombro del aplicado discípulo, encantado de que el momento quede fijado para la posteridad mientras un rebelde mechoncillo de su poblada cabellera divide su frente en dos simbólicas mitades casi idénticas (¿Jekyll y Hyde?). Y no puedo evitar que me venga a la memoria (libre asociación psicoanalítica), a propósito del indisimulado orgullo que el obediente y mentiroso acólito muestra en la instantánea, la famosa exclamación que Napoleón dirige a su hermano (nuestro futuro rey Botella) el día en que es coronado Emperador en Notre Dame: "José, ¡si pudiera vernos nuestro padre!".

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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