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Reportaje:EL ARTE DE CREAR Y VENDERSE

Un siglo para Dalí

La proximidad del centenario de Dalí me ha llevado, en los últimos meses, a leer las páginas que le dediqué en mi diario, desde la tarde de julio de 1978 en que le conocí hasta su muerte en 1989. Son cientos de páginas que han hecho brotar, en los nebulosos marjales de la memoria, conversaciones y encuentros que tuvieron como escenario la casa de Port Lligat y el castillo de Púbol -adonde Dalí se trasladaría al fallecer Gala, en 1982-, el teatro-museo de Figueras y Torre Galatea -su último lugar de residencia-, el hotel Meurice de París y el Palace de Madrid.

Al hilo de esas rememoraciones he leído también los artículos que publiqué entonces sobre el pintor de La persistencia de la memoria, y entre ellos uno, Dalí, más allá, que apareció el 24 de enero de 1989 en las páginas que este periódico le consagró al día siguiente de su muerte. Allí decía que Dalí es un compendio del siglo XX, que pocos artistas lo han reflejado como él, que tal vez ninguno ha contribuido tanto a crearlo, a recrearlo, incluso a conjurarlo.

Para él lo importante estaba en la forma como hizo de su arte un observatorio de las metamorfosis de la sensibilidad de nuestro tiempo
La libertad de Dalí se ve en sus creaciones, pero no menos en el arte que tenía para "vender" su obra y hacerla llegar al público
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La emoción con que escribí esas líneas está todavía viva en el recuerdo, pero el sentimiento que en mí predomina ahora es otro. Es el deseo de dar con la fórmula que haga justicia a lo que significó y significa Dalí, pues ¿qué mejor homenaje podría tributarle que el de aportar un conocimiento que sirva como base al reconocimiento?

Lo primero que encuentro en Dalí es que fue un hombre singularmente libre en un medio como es el de los artistas y los intelectuales donde tanto abunda el gregarismo y el sometimiento a los aparatos mediáticos. La libertad de Dalí se ve en sus creaciones artísticas, sin duda, pero no menos en el arte que tenía para "vender" su obra y hacerla llegar al público. El culto que Dalí rendía a los "derechos de independencia de la imaginación y a la propia locura" explica que se convirtiese en blanco de aquellos que, incapaces de vivir a la intemperie de la libertad, se refugian en consoladores mitos, en zarrapastrosos mitos a menudo, o sea, en las mezquinas medidas de sus servidumbres.

Dalí fue también un hombre sin-

gularmente lúdico. Ese rasgo de su personalidad que la hacía tan atractiva a tantos y que, geográficamente, limita al norte con el Superhombre de Nietzsche y al sur con el Tenorio de Zorrilla, explica la inquina que le tienen todos esos santurrones que no se han enterado de que los asuntos más serios sólo admiten, como sabían Sócrates, Erasmo, Cervantes y Voltaire, el alado lenguaje del humor y de la broma.

Dalí fue un histrión, un bufón,

sí, lo reconozco, pero nunca un "cretino manipulable". En sus últimos tiempos le gustaba mirarse en el espejo de los bufones de Velázquez, sobre todo en Don Sebastián de Morra, el bufón de la mirada profunda. "Con cabezas enormes, como patatas", me dijo el 13 de octubre de 1982, "están en comunicación con fuerzas superiores, con vibraciones... A diferencia de los 'cretinos manipulables y útiles', mis cretinos no son útiles ni manipulables".

Refractario, por libre y por lúdico, a lo "pictóricamente correcto", Dalí frecuentó los grandes almacenes La Vanguardia, SA, pero prefirió llevarse a casa los productos de la prestigiosa firma La Tradición, SL. En su larga trayectoria dejó muestras sobresalientes de las mil y una signaturas de la vanguardia -desde el impresionismo, el puntillismo, el cubismo, el dadaísmo y el surrealismo hasta el expresionismo abstracto, el op art y la transvanguardia-, pero lo que nos fascina en él es ver cómo articuló todo eso con el clasicismo más provocador. Pues, curiosamente, ha venido a resultar que lo provocador sea lo clásico y que no haya nada más convencional que ir por el mundo con el uniforme de artista de vanguardia.

Por lo mismo que fue refractario a lo "pictóricamente correcto", Dalí fue especialmente alérgico a las diferentes formas de lo "políticamente correcto" que han tiranizado a la modernidad, empezando por las ideologías de corte socialista, con su quejumbrosa explotación de la desgracia, y terminando por la vocinglera comitiva del nacionalismo y su paranoica busca de no se sabe qué recónditas identidades colectivas (¡qué horror!). Catalán genuino, Dalí no encontró nada mejor para contrarrestar la jibarización cefálica del nacionalismo tribal que la idea de España y la tradición de Raimundo Lulio, Juan de Herrera y Gaudí, de Cervantes, Velázquez y Calderón, de Santa Teresa, Quevedo y García Lorca, de Fortuny y Buñuel, lo que no fue óbice para que tratase como a gente de la familia al holandés Vermeer y a los italianos Dante, Rafael y Miguel Ángel, al uruguayo-francés Isidore Ducasse y al judío-vienés Freud; a cualquiera, en fin, que tuviera verdaderamente algo que decir. Demostración última de su filantropía y de su españolismo fue que legó su riquísima colección y todos sus bienes al Estado, a fin de que lo disfrutase como algo propio el pueblo español en su conjunto.

Piedra de escándalo para muchos; ídolo, como ningún pintor lo fuera en el siglo XX, para la mayoría; Dalí nunca dejó indiferente. Cuando, en 1990, di sobre él una conferencia en la Universidad de Bellas Artes de Pekín, más de mil estudiantes abarrotaron la sala. La calurosa simpatía de los estudiantes chinos volví a sentirla en los cientos de estudiantes rusos que, unos años después, me acompañaron en un acto semejante en la Universidad de Moscú. Entonces pude comprobar que decir Dalí era lo mismo que decir libertad, derechos de la imaginación, apertura a un mundo más justo, más rico, más personal, más estético, menos hipócrita.

Pero los mitos son demasiado

fuertes entre nosotros y el canibalismo una práctica no diré que habitual, pero sí frecuente, por lo que no estará de más recordar que, durante la guerra mundial, Dalí no se quedó en el París ocupado por los nazis, a diferencia de otros artistas que incluso se dejaron visitar y cortejar por los mandamases de ese régimen, ni se rindió a los encantos de Stalin. En el momento crucial estuvo donde tenía que estar, en el país que sirvió de refugio a tantos que sufrían persecución y que libró a buena parte de Europa del yugo nacionalsocialista primero y del comunista después.

Pero no debería hacer demasiado hincapié en lo político, pues para Dalí lo importante no estaba ahí, ni mucho menos, sino en la forma como hizo de su arte un observatorio de las metamorfosis de la sensibilidad de nuestro tiempo; en la forma como hizo de sí mismo un ser metamórfico por lo abierta al mundo que llevó su vida; en la forma como alimentó su producción artística con el cultivo del deseo, con la intensificación de un anhelo casi místico, de la gran pasión wagneriana que inflama y sostiene a los protagonistas de su novela Rostros ocultos, como se ve cuando el conde de Grandsailles (Dalí, Tristán, el loco) declara a Solange de Cléda (Gala, Isolda, la bella): "Es un milagro maravilloso que jamás haya habido nada entre nosotros. -Y añadió con voz ronca: '¡Juremos que jamás haremos nada que pueda mermar nuestro deseo!'. -Luego, besó la otra mano de Solange y dijo con voz firme y baja: 'Vamos a atarnos juntamente en una mutua atracción".

'El enigma sin fin' (1938), de Salvador Dalí.
'El enigma sin fin' (1938), de Salvador Dalí.VEGAP

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